Page 175 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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dígame qué escena de muerte ha ocurrido y qué asesinato tengo ahora que lamentar.
—Su familia está perfectamente bien —dijo el señor Kirwin con afabilidad—; y
ha venido alguien a verle.
No sé por qué cadena de pensamientos me llegó la idea, pero instantáneamente se
me ocurrió que el asesino había venido a burlarse de mi dolor y a echarme en cara la
muerte de Clerval, a fin de obligarme a acatar sus infernales deseos. Me cubrí los ojos
con las manos y exclamé con agonía:
—¡Oh! ¡Lléveselo! ¡No quiero verle! ¡Por Dios, no le deje entrar!
El señor Kirwin me miró con expresión turbada. No pudo por menos de pensar
que mi reacción denotaba culpabilidad y dijo en tono algo severo:
—Yo creía, joven, que la presencia de su padre iba a ser bien acogida, en vez de
inspirar tan violenta aversión.
—¡Mi padre! —exclamé, mientras cada rasgo y cada músculo se me relajaban,
transformándose la angustia en alegría—. ¿De veras ha venido mi padre? ¡Qué
afectuoso y amable! Pero ¿dónde está, por qué no viene enseguida?
Mi cambio de actitud sorprendió y agradó al magistrado; tal vez atribuyó la
exclamación anterior a un retorno de mis delirios, y adoptó de nuevo su habitual
benevolencia. Se levantó y abandonó la celda con mi enfermera; un instante después
entró mi padre.
Nada podía haberme producido más alegría en aquel momento que la llegada de
mi padre. Le tendí la mano y exclamé:
—Entonces, ¿estáis bien, tú… Elizabeth… y Ernest?
Mi padre me tranquilizó, asegurándome que se encontraban bien, procurando
demorarse en estos temas tan importantes para mi corazón, a fin de elevar mi ánimo
decaído; pero enseguida se dio cuenta de que una prisión no puede ser morada de
alegrías.
—¿Qué lugar es este en el que te encuentras, hijo mío? —dijo, mirando
lúgubremente las ventanas enrejadas y el miserable aspecto de la celda—.
Emprendiste el viaje en busca de distracción, pero una fatalidad parece perseguirte. Y
el pobre Clerval…
El nombre del infortunado amigo me produjo una agitación demasiado violenta
para poder soportarla mi debilitado ser, y se me desbordaron las lágrimas.
—¡Ah! Sí, padre mío —repliqué—; algún destino horrible se cierne sobre mí, y
debo vivir para que se cumpla, de lo contrario, sin duda habría muerto sobre el ataúd
de Henry.
No se nos permitió hablar más, ya que el estado precario de mi salud hacía
necesarias todas las precauciones que garantizasen mi tranquilidad. El señor Kirwin
entró e insistió en que no debía hacer esfuerzos excesivos. Pero la aparición de mi
padre fue como la de mi ángel de la guarda, y poco a poco me recupere.
A medida que abandonaba la enfermedad, me fue invadiendo una oscura y
lúgubre melancolía que nada era capaz de disipar. Ante mí tenía perpetuamente la
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