Page 177 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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No obstante, me quedaba un deber que cumplir, cuyo recuerdo triunfó finalmente
sobre mi desesperación egoísta. Era preciso que regresase sin demora a Ginebra para
velar allí por las vidas de aquellos a quienes amaba entrañablemente, y estar al
acecho, por si el azar me llevaba hasta el asesino, o se atrevía él a atormentarme con
su presencia, para poner fin con golpe certero a la existencia de aquella imagen
monstruosa, a la que yo había infundido una parodia de alma más monstruosa aún.
Mi padre quería retrasar un poco más la marcha, por temor a que yo no fuese capaz
de soportar las fatigas del viaje, pues era un escuálido despojo… un espectro de ser
humano. Las fuerzas me habían abandonado. No era sino un mero esqueleto, y la
fiebre se apoderaba día y noche de mi cuerpo consumido.
Sin embargo, insistí en que nos marcháramos de Irlanda con tanta inquietud e
impaciencia que mi padre juzgó más prudente ceder. Tomamos pasaje a bordo de un
barco con destino a El Havre-de-Grâce y zarpamos de las costas irlandesas con viento
favorable. Era media noche. Me tumbé en la cubierta a contemplar las estrellas y
escuchar el rumor de las olas. Saludé a la oscuridad que había borrado Irlanda de mi
vista, y el pulso se me aceleró de gozo al pensar que pronto vería Ginebra. El pasado
se me antojaba una pesadilla espantosa; sin embargo, el barco en que navegaba, el
viento que me alejaba de la odiosa costa de Irlanda y las aguas que surcábamos me
decían con demasiada elocuencia que no me engañaba ningún sueño, y que Clerval,
mi amigo y más querido compañero, había sucumbido, víctima mía y del monstruo
creado por mí. Repasé en la memoria mi vida entera: mi plácida felicidad cuando
vivía con mi familia en Ginebra, la muerte de mi madre y mi marcha a Ingolstadt.
Recordé, con un estremecimiento, el loco entusiasmo que no cesó de instarme a la
creación de mi espantoso enemigo, y reviví la noche en que surgió a la vida. No pude
seguir evocando recuerdos. Mil sentimientos se agolparon dentro de mí, y lloré con
amargura.
Desde que había superado la fiebre, había adoptado la costumbre de tomar por la
noche una pequeña cantidad de láudano, ya que solo con esta droga conseguía el
descanso necesario para seguir con vida. Agobiado por el recuerdo de mis diversas
desventuras, tomé el doble de la cantidad acostumbrada y al punto me quedé
profundamente dormido. Pero el sueño no me proporcionó la suspensión del
pensamiento y de la desdicha que buscaba; los sueños me presentaron mil objetos
espantosos. Hacia el amanecer me sentí inmerso en una horrible pesadilla; noté la
garra del demonio en el cuello sin que pudiera librarme de ella; en mis oídos sonaban
gritos y gemidos. Mi padre, que me cuidaba, me despertó al observar mi desasosiego:
las olas seguían azotando a nuestro alrededor; arriba tenía un cielo poblado de nubes,
y el demonio no estaba. Una sensación de seguridad, un sentimiento de tregua entre
el presente y el inevitable y funesto futuro me proporcionaron una especie de sereno
olvido, al que la mente humana, por su estructura, es especialmente propensa.
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