Page 174 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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cierto que raramente venía a verme, pues aunque deseaba aliviar los sufrimientos de
           toda criatura humana, no deseaba presenciar las agonías y desventurados delirios de
           un  homicida.  Así  que  pasaba  a  veces  para  ver  si  me  tenían  abandonado,  pero  sus
           visitas eran breves y espaciadas.

               Un día, mientras me recuperaba gradualmente, me encontraba sentado en una silla
           con  los  ojos  entornados  y  las  mejillas  lívidas  como  las  de  la  muerte.  Me  sentía
           vencido por el dolor y la desdicha, y pensaba que era preferible morir a permanecer
           en un mundo lleno de sufrimiento. Llegué a pensar incluso en declararme culpable y

           sufrir el castigo de la ley, ya que era menos inocente que la pobre Justine. Tales eran
           mis pensamientos cuando se abrió la puerta de mi celda y entró el señor Kirwin. Su
           semblante expresaba simpatía y compasión; acercó una silla donde estaba yo y me
           dijo en francés:

               —Me temo que encontrará espantoso este lugar; ¿puedo hacer algo para que se
           encuentre más a gusto?
               —Se lo agradezco, pero todo esto no tiene importancia para mí; no hay en toda la
           tierra nada que pueda hacer para que me sienta a gusto.

               —Sé  que  la  simpatía  de  un  desconocido  es  de  poco  alivio  para  una  persona
           abatida por tan extraña desventura. Pero confío en que pronto abandonará esta triste
           morada,  pues  sin  duda  podrá  aducir  fácilmente  pruebas  que  le  librarán  de  la
           acusación que pesa sobre usted.

               —Eso es lo que menos me preocupa; por una serie de extraños acontecimientos,
           me he convertido en el más desdichado de los mortales. Perseguido y torturado como
           soy y he sido, ¿puede la muerte hacerme mal alguno?
               —Efectivamente,  nada  puede  haber  más  desafortunado  y  angustioso  que  las

           singulares coincidencias que han tenido lugar hace poco. Por algún extraño accidente,
           usted fue arrojado a esta costa, famosa por su hospitalidad, donde fue inmediatamente
           detenido y acusado de asesinato. Y lo primero que le pusieron delante de los ojos fue

           el cuerpo de su amigo, asesinado de tan extraordinaria manera, y depositado en su
           camino, por así decir, por algún malvado.
               Al  oír  esto  del  señor  Kirwin,  pese  a  la  agitación  que  sufría  ante  esta
           rememoración de mis sufrimientos, experimentó una gran sorpresa al ver lo que sabía
           de mí. Supongo que mi semblante debió reflejar cierto asombro, pues el señor Kirwin

           se apresuró a añadir:
               —Inmediatamente  después  de  caer  usted  enfermo  me  trajeron  todos  los
           documentos que le encontraron encima, y los examiné a fin de averiguar quién era, y

           enviar a sus familiares alguna noticia sobre su desventura y su enfermedad. Encontré
           varias cartas; entre ellas, una que, por su encabezamiento, comprendí que era de su
           padre. Inmediatamente, escribí a Ginebra; han transcurrido casi dos meses desde que
           envié la carta. Pero usted está enfermo; incluso ahora está temblando; no se encuentra
           en condiciones de recibir excitación de ningún género.

               —Esta  incertidumbre  es  mil  veces  peor  que  el  más  horrible  acontecimiento;



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