Page 169 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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de cabrillas. Pero estas dieron paso a un movimiento pesado; me sentía mareado y
           casi incapaz de sostener la caña, cuando de pronto vi una raya de tierra por el sur.
               Dado lo exhausto que estaba por el cansancio y la espantosa incertidumbre que
           había venido soportando durante varias horas, esta súbita esperanza de vida me llegó

           al corazón como un torrente de cálida alegría y las lágrimas me asomaron a los ojos.
               ¡Qué  mudables  son  nuestros  sentimientos,  y  qué  extraño  es  ese  apego  que
           tenemos a la vida, aun en la más negra desdicha! Confeccioné otra vela con parte de
           mi ropa y enfilé la proa ansiosamente hacia aquella tierra. Su aspecto era salvaje y

           rocoso,  pero  al  acercarme,  pude  divisar  con  facilidad  vestigios  de  cultivo.  Vi
           embarcaciones  cerca  de  la  costa,  y  me  encontré  de  repente  devuelto  al  mundo
           civilizado. Seguí atentamente las sinuosidades de la costa y avisté un campanario que
           finalmente surgió de detrás de un pequeño promontorio. Como me encontraba en un

           estado  de  extrema  debilidad,  decidí  navegar  directamente  hacia  el  pueblo,  donde
           encontraría  comida  con  facilidad.  Por  fortuna  llevaba  dinero  conmigo.  Al  dar  la
           vuelta al promontorio descubrí un precioso pueblecito, con un buen puerto, donde
           entré, con el corazón palpitante de alegría por esta inesperada salvación.

               Mientras  amarraba  el  bote  y  recogía  las  velas  se  acercaron  varias  personas.
           Parecían  muy  sorprendidas  ante  mi  aparición;  pero  en  vez  de  ofrecerme  ayuda
           murmuraban  y  hacían  gestos  que  en  otro  momento  me  habrían  producido  cierta
           alarma. Ahora, en cambio, solo me fijé en que hablaban inglés; así que me dirigí a

           ellos en esa lengua.
               —Amigos míos —dije—, ¿tendrían la amabilidad de decirme cómo se llama este
           pueblo, e informarme de dónde estoy?
               —Enseguida  lo  sabrá  —replicó  con  voz  áspera  un  hombre—.  Puede  que  haya

           llegado usted a un lugar que no es de su agrado; pero no le van a pedir su parecer, se
           lo aseguro.
               Me sorprendió enormemente la desabrida respuesta de aquel desconocido, y me

           extrañaron también los ceños fruncidos y furiosos de sus compañeros.
               —¿Por  qué  me  contesta  con  tanta  rudeza?  —repliqué—.  Sin  duda  no  es
           costumbre de los ingleses recibir a los extranjeros de forma tan poco hospitalaria.
               —No sé cuál será la costumbre de los ingleses —dijo el hombre—; pero la de los
           irlandeses es odiar a los malvados.

               Mientras  tenía  lugar  este  extraño  diálogo,  observé  que  la  multitud  aumentaba
           rápidamente.  Sus  rostros  expresaban  una  mezcla  de  ira  y  de  curiosidad  que  me
           irritaba,  y  en  cierto  modo  me  alarmaba.  Pregunte  el  camino  hacia  la  posada,  pero

           nadie  me  contestó.  Luego  eché  a  andar  y  un  murmullo  se  elevó  de  la  multitud
           mientras me seguía y me rodeaba, hasta que se acercó un hombre mal encarado, me
           dio unas palmadas en el hombro, y dijo:
               —Vamos, señor; debe acompañarme a casa del señor Kirwin, a darle cuenta de su
           presencia.

               —¿Quién es el señor Kirwin? ¿Por qué tengo que darle cuenta de mí? ¿No es este



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