Page 164 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XX








           Una tarde me encontraba sentado en mi laboratorio; el sol se había puesto, y la luna
           salía por el mar; no había luz suficiente, y estaba sin hacer nada, pensando si debía
           suspender el trabajo hasta el día siguiente o apresurarme a terminarlo. Y estando así,
           mis reflexiones tomaron un rumbo que me llevó a considerar las consecuencias de lo

           que  estaba  haciendo.  Tres  años  antes  me  había  enfrascado  de  la  misma  manera,
           creando  un  demonio  cuya  inigualable  barbarie  me  había  desolado  el  corazón,
           llenándolo de los más amargos remordimientos. Ahora estaba a punto de crear otro
           ser cuyas inclinaciones ignoraba igualmente; y esta mujer podía llegar a ser mil veces

           más malvada que su compañero, y gozarse en el homicidio y la desdicha. Él había
           jurado abandonar la proximidad del hombre y ocultarse en los desiertos, pero ella no;
           y dado que con toda probabilidad se convertiría en un animal pensante y racional,
           podía  negarse  a  cumplir  un  compromiso  acordado  antes  de  su  creación.  Incluso

           podían  llegar  a  aborrecerse  mutuamente;  el  ser  que  ya  vivía  odiaba  su  propia
           deformidad; ¿no llegaría a concebir un odio aún mayor cuando la tuviera ante sus
           ojos en forma femenina? Y ella, a su vez, podría apartarse de él con repugnancia y
           buscar la belleza superior del hombre; tal vez lo abandonase, dejándole nuevamente

           solo y exasperado por la provocación que suponía el que le abandonase alguien de su
           misma especie.
               Aun cuando se marcharan de Europa y se fueran a vivir a los desiertos del nuevo
           mundo,  una  de  las  primeras  consecuencias  de  esos  afectos  que  tanto  ansiaba  el

           demonio  serían  los  hijos,  y  por  la  tierra  se  propagaría  una  raza  de  demonios  que
           podría reducir la misma existencia de la especie humana a una condición precaria y
           llena  de  horror.  ¿Tenía  yo  derecho,  por  propio  beneficio,  a  desatar  esta  maldición
           sobre las generaciones venideras? Antes me había dejado conmover por los sofismas

           del ser que había creado; ahora, por primera vez, se me reveló con toda claridad la
           maldad de mi promesa; me estremecí al pensar que las épocas futuras me maldecirían
           por haber sido su azote, cuyo egoísmo no había vacilado en comprar su propia paz al
           precio, quizá, de la existencia de toda la humanidad.

               Me estremecí; y el corazón se me paralizó cuando, al alzar los ojos, vi al demonio
           en la ventana, iluminado por la luna. Una sonrisa arrugó sus labios al encontrarme
           cumpliendo el trabajo que él me había asignado. Sí; me había seguido en mis viajes;
           había vagado por los bosques, se había ocultado en las cavernas, o había buscado

           cobijo en los grandes parajes deshabitados; y ahora venía a comprobar mis progresos
           y a reclamar el cumplimiento de mi promesa.
               Al  mirarle  descubrí  en  su  rostro  una  expresión  de  malevolencia  y  de  traición
           inconcebibles. Pensé, con una sensación de vértigo, en mi promesa de crear otro ser

           como él, y temblando de ira, destrocé el cuerpo en el que ahora estaba ocupado. Al


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