Page 160 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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deseos de aceptar la invitación; en cuanto a mí, aunque detestaba la sociedad, quería
           ver otra vez montañas y ríos, y todas las obras maravillosas con que la Naturaleza
           adorna sus parajes escogidos.
               Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubre, y estábamos en febrero.

           Así que decidimos emprender nuestro viaje hacia el norte en cuanto pasase otro mes.
           En esta expedición no nos proponíamos seguir la gran carretera de Edimburgo, sino
           visitar Windsor, Oxford, Matlock y los lagos de Cumberland, para concluir el viaje
           hacia últimos de julio. Empaqueté mis instrumentos químicos y el material recogido,

           con idea de terminar mi obra en algún oscuro rincón al norte de las tierras altas de
           Escocia.
               Salimos  de  Londres  el  27  de  marzo  y  nos  detuvimos  varios  días  en  Windsor,
           donde  paseamos  por  su  hermoso  bosque.  Era  un  escenario  nuevo  para  unos

           montañeses como nosotros: los robles majestuosos, la cantidad de caza y las manadas
           de ciervos arrogantes eran todo novedades deslumbrantes para los dos.
               De aquí continuamos a Oxford. Al entrar en esta ciudad se nos llenó el espíritu
           con el recuerdo de los hechos que allí habían sucedido más de siglo y medio antes.

           Aquí fue donde Carlos I había reunido sus fuerzas. Esta ciudad le había permanecido
           fiel, aun después de que la nación entera hubiese abandonado su causa para alistarse
           bajo el estandarte del Parlamento y la libertad. El recuerdo de aquel infortunado rey y
           de sus compañeros, del amable Falkland y del insolente Goring, de la reina y de su

           hijo, dotaba de un interés especial a cada parte de la ciudad donde se supone que
           habían vivido. El espíritu de los tiempos pasados había encontrado aquí su morada, y
           disfrutamos rastreando sus huellas. Y si estos sentimientos no hubiesen encontrado
           una imaginaria gratificación, el aspecto de la misma ciudad tenía belleza suficiente

           para  despertar  nuestra  admiración.  Los  edificios  universitarios  son  antiguos  y
           pintorescos; las calles son casi magníficas; y el encantador Isis pasa junto a ella entre
           prados  de  exquisito  verdor,  y  se  ensancha  en  una  plácida  extensión  de  agua  que

           refleja  el  majestuoso  conjunto  de  torres  y  agujas  y  cúpulas  cercadas  por  árboles
           añosos.
               Gocé de este escenario; sin embargo, el recuerdo del pasado y las expectativas del
           futuro amargaban mi goce. Yo estaba hecho para una felicidad sosegada. Durante mis
           tiempos  jóvenes,  el  descontento  jamás  había  visitado  mi  espíritu;  y  si  me  vencía

           l’ennui, la contemplación de las bellezas naturales o el estudio de las cosas excelentes
           y sublimes creadas por el hombre podían cautivarme siempre el corazón y comunicar
           flexibilidad a mi ánimo. Ahora soy un árbol seco; el rayo ha fulminado mi alma; pero

           entonces comprendí que debía seguir viviendo para mostrar al mundo lo que yo era y
           pronto  dejaría  de  ser:  un  ejemplo  lamentable  de  humanidad  derrotada,  digno  de
           lástima para otros e insoportable para mí.
               Pasamos  bastante  tiempo  en  Oxford,  recorriendo  los  alrededores  y  tratando  de
           identificar cada rincón relacionado con la época más animada de la historia inglesa.

           Nuestras  pequeñas  excursiones  de  exploración  se  prolongaban  a  menudo  por  los



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