Page 156 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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solicitud  inspira  a  una  mujer.  Ansiaba  pedirme  que  me  apresurase  a  regresar;  mil
           emociones  encontradas  le  impidieron  hablar  cuando  me  despidió  llorosa  y  en
           silencio.
               Subí  al  carruaje  que  debía  llevarme,  sin  saber  apenas  adónde  iba,  y  sin

           preocuparme  de  cuanto  sucedía  a  mi  alrededor.  Solo  me  acordé  —y  la  idea  me
           produjo  una  profunda  agonía—  de  encargar  que  empaquetasen  mis  instrumentos
           químicos para llevarlos conmigo. Sumido en sombrías reflexiones, recorrí un sinfín
           de majestuosos y bellos escenarios con la mirada fija y ausente. No podía pensar más

           que en la meta de mi viaje y en el trabajo que debía ejecutar mientras durase.
               Tras unos días de completa indolencia, durante los cuales recorrí muchas leguas,
           llegué a Estrasburgo, donde tuve que esperar dos días a Clerval. Llegó. ¡Ay! ¡Qué
           grande era el contraste que había entre nosotros! Él admiraba cada paisaje que veía,

           gozaba contemplando las bellezas del sol poniente, y más aún cuando lo veía salir y
           comenzar un nuevo día. Me hacía fijarme en los colores cambiantes de las cosas y los
           aspectos del cielo.
               —Esto sí que es vivir —exclamaba—; ¡ahora sí que disfruto de la vida! Pero ¿y

           tú, mi querido Frankenstein, por qué estás tan triste y desanimado?
               Verdaderamente,  me  hallaba  abismado  en  tenebrosos  pensamientos,  y  ni  veía
           descender el lucero de la tarde, ni salir el dorado sol reflejándose en el Rin. Y usted,
           amigo mío, se distraería mucho más leyendo el diario de Clerval, que observaba el

           paisaje con emoción y placer, que escuchando estas reflexiones. Las reflexiones de un
           miserable desdichado, perseguido por una maldición que le cierra todo acceso a la
           felicidad.
               Habíamos acordado descender el Rin en barca desde Estrasburgo a Rotterdam,

           donde  podríamos  coger  un  barco  para  Londres.  Durante  este  trayecto  cruzamos
           numerosas islas pobladas de sauces y vimos varias ciudades hermosas. Permanecimos
           un  día  en  Mannheim;  y  al  quinto  de  nuestra  partida  de  Estrasburgo  llegamos  a

           Maguncia.  El  curso  del  Rin  al  pasar  Maguncia  se  vuelve  mucho  más  pintoresco.
           Desciende rápidamente y serpea entre colinas, no muy elevadas, aunque escarpadas y
           de formas bellísimas. Vimos numerosos castillos en ruinas que se alzaban al borde de
           unos precipicios altos e inaccesibles, rodeados de negros bosques. Esta parte del Rin,
           efectivamente, presenta un paisaje singularmente variado. Pueden verse en un sitio

           montes enhiestos y castillos ruinosos dominando tremendos precipicios con el Rin
           debajo,  impetuoso  y  oscuro,  y  descubrir,  al  pasar  de  pronto  un  promontorio,  un
           escenario  de  florecientes  viñedos  y  verdes  praderas  junto  a  un  río  perezoso  entre

           ciudades populosas.
               Viajábamos  en  la  época  de  la  vendimia  y  escuchábamos  las  canciones  de  los
           campesinos mientras navegábamos río abajo. Incluso yo, con el espíritu deprimido y
           el ánimo agitado continuamente por sombríos pensamientos, las oía con agrado. Iba
           tendido en el fondo de la embarcación; y contemplando el cielo azul y sin nubes, me

           parecía beber en una tranquilidad que me había sido ajena desde hacía mucho tiempo.



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