Page 161 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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lugares de interés que iban surgiendo sucesivamente. Visitamos la tumba del ilustre
           Hampden y el campo donde cayó este patriota. Por un instante mi alma se elevó de
           sus bajos y miserables temores para contemplar las ideas divinas de la libertad y el
           sacrificio, de las que estos lugares eran monumentos y recuerdos. Y por un instante,

           me atreví a sacudirme las cadenas y a mirar a mi alrededor con espíritu sereno y libre;
           pero el hierro me había mordido en la carne, y nuevamente me sumergí, temblando y
           desesperanzado, en el abismo miserable de mi propio yo.
               Partimos de Oxford pesarosos y lamentando tener que continuar hacia Matlock,

           nuestra  siguiente  etapa.  El  campo,  en  las  proximidades  de  este  pueblo,  se  parecía
           bastante más al paisaje de Suiza, aunque todo a escala más reducida; aunque a las
           verdes  montañas  les  faltaba  esa  corona  de  blancos  y  distantes  Alpes  que  siempre
           aparece  por  encima  de  los  montes  cubiertos  de  pinos  de  mi  país.  Visitamos  la

           maravillosa  caverna  y  las  pequeñas  vitrinas  de  historia  natural,  donde  se  exhiben
           curiosidades con la misma disposición que lo hacen los coleccionistas de Servox y de
           Chamonix.  Este  último  nombre  me  hizo  temblar  al  pronunciarlo  Henry;  y  me
           apresuré  a  abandonar  Matlock,  que  de  este  modo  se  asociaba  con  aquel  terrible

           escenario.
               De  Derby  seguimos  hacia  el  norte,  pasamos  dos  meses  en  Cumberland  y
           Westmoreland. Ahora casi podía imaginarme entre las montañas suizas. Las pequeñas
           manchas de nieve que aún perduraban en la ladera norte de las montañas, los lagos y

           el fragor de los ríos entre las rocas eran espectáculos muy familiares y queridos para
           mí.  Aquí  hicimos  también  algunas  amistades  que  casi  consiguieron  hacerme  creer
           que era feliz. El placer de Clerval era proporcionalmente superior al mío; su espíritu
           se  ensanchaba  en  compañía  de  hombres  de  talento,  y  encontraba  en  su  propia

           naturaleza  mayores  capacidades  y  recursos  de  los  que  él  mismo  imaginaba  tener
           cuando estaba en contacto con gente inferior a él.
               —Aquí podría pasarme la vida —me dijo—; entre estas montañas, apenas echaría

           de menos Suiza y el Rin.
               Pero descubrió que la vida del viajero incluye también sufrimiento, en medio de
           todos sus goces. Los sentimientos están perpetuamente en tensión, y cuando empieza
           a  disfrutar  del  reposo,  se  ve  obligado  a  abandonar  aquello  en  lo  que  descansa
           placenteramente  y  buscar  algo  nuevo  que  cautive  su  atención,  para  abandonarlo

           después por otras novedades.
               No bien habíamos visitado los diversos lagos de Cumberland y Westmoreland, y
           cobrado  afecto  a  algunos  de  sus  habitantes,  llegaron  las  fechas  en  que  debíamos

           reunirnos con nuestro amigo escocés, así que los dejamos para proseguir el viaje. Por
           mi parte, no lo sentí. Hacía ya algún tiempo que tenía descuidada mi promesa y temía
           los  efectos  del  desencanto  del  demonio.  Quizá  estuviese  en  Suiza  y  descargase  su
           venganza  sobre  mis  familiares.  Tal  pensamiento  me  perseguía  y  atormentaba  en
           aquellos momentos en que podía haber encontrado un poco de descanso y de paz.

           Esperaba las cartas con febril impaciencia; si se retrasaban, me sentía desdichado y



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