Page 163 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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En todo el islote había solo tres cabañas, una de las cuales estaba desocupada
cuando llegué. La alquile. Constaba de dos habitaciones, en las que se podían ver las
huellas de la más extremada penuria. La techumbre de paja se había hundido, las
paredes estaban sin enlucir, y la puerta se había salido de sus goznes. Mandé
repararla, compré algunos muebles y tomé posesión de ella, cosa que sin duda habría
producido cierta sorpresa en los campesinos, de no haber tenido embotada la
sensibilidad por la pobreza y la indigencia. De este modo, podía vivir sin que me
molestasen ni se fijasen en mí, ni me agradeciesen siquiera los escasos alimentos y
las ropas que les di, hasta tal extremo adormece el sufrimiento los sentimientos más
elementales de los hombres.
En este retiro dediqué las mañanas al trabajo; por la tarde, cuando el tiempo lo
permitía, paseaba junto a la playa, pedregosa, escuchando las olas que rugían y se
estrellaban a mis pies. Era un escenario monótono, aunque siempre cambiante.
Pensaba en Suiza: qué distinta de este paisaje desolado y horrible. Sus colinas están
cubiertas de viñedos y sus casitas de campo salpican profusamente las llanuras. Los
lagos hermosos reflejan un cielo terso y azul, y cuando los vientos los agitan, su
tumulto no es sino el juego de un niño vivaracho, comparado con los rugidos del
océano gigantesco.
De este modo me había distribuido el tiempo al principio; pero a medida que
avanzaba mi labor, los días se me hacían más horribles y enojosos. Unas veces no
lograba animarme a entrar en el laboratorio durante días enteros; otras, trabajaba
febrilmente día y noche, a fin de completar cuanto antes mi obra. Era, efectivamente,
una tarea inmunda la que tenía entre manos. Durante mi primer experimento, una
especie de frenético entusiasmo me había impedido ver el horror de mi trabajo; había
mantenido la atención intensamente fija en la culminación de mis esfuerzos y había
cerrado los ojos al horror de mis manipulaciones. Pero ahora lo hacía todo fríamente
y mi corazón desfallecía a menudo ante lo que hacían mis manos.
Viviendo de este modo, entregado a la más detestable ocupación, inmerso en una
soledad en la que nada podía desviar un instante mi atención de la obra en la que
estaba empeñado, el ánimo se me desequilibró; me volví inquieto y nervioso. A cada
instante temía encontrarme con mi perseguidor. A veces permanecía sentado con los
ojos fijos en el suelo, con miedo a levantarlos, no fuera a descubrir al que tanto me
aterraba ver. Temía alejarme de la vista de mis semejantes, no fuera que cuando
estuviese solo viniese a reclamarme a su compañera.
Entretanto, seguía trabajando, y mi labor avanzaba considerablemente. Miraba su
conclusión con una esperanza trémula y ansiosa que no me atrevía a poner en duda,
aunque se entremezclaba con oscuros presagios que hacían desfallecer mi corazón.
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