Page 167 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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de todos, es cierto, pero sin que me turbase ningún súbito infortunio. Si regresaba
           estaría condenado a ver morir a quienes amaba en las garras de un demonio que yo
           mismo había creado.
               Paseé por la isla como un espectro inquieto, separado de todos los que amaba y

           desdichado por esta separación. Cuando llegó el mediodía y el sol estuvo en su cenit,
           me  tumbé  en  la  hierba  y  me  dejé  vencer  por  un  profundo  sueño.  Había  estado
           despierto toda la noche anterior, tenía los nervios agitados y los ojos inflamados por
           la vigilia y el sufrimiento. El sueño fue reparador; al despertar, me sentí nuevamente

           como  si  perteneciese  a  la  raza  de  los  seres  humanos  y  empecé  a  pensar  con  más
           serenidad en lo que había pasado; sin embargo, aún me resonaban en los oídos las
           palabras del demonio como un tañido fúnebre; me parecía como un sueño, aunque
           eran claras y opresivas como la realidad.

               El  sol  había  descendido  bastante,  y  aún  permanecía  yo  sentado  en  la  playa,
           saciando el apetito —que se me había vuelto voraz— con una torta de avena, cuando
           vi atracar una barca de pesca cerca de donde estaba, y uno de los hombres me trajo un
           paquete; contenía unas cuantas cartas de Ginebra, y una de Clerval, pidiéndome que

           me reuniese con él. Decía que estaba perdiendo el tiempo inútilmente; que los amigos
           que había hecho en Londres le habían escrito rogándole que regresase para ultimar las
           negociaciones que habían iniciado con una empresa india. No podía retrasar más su
           marcha; pero como después de este viaje a Londres tal vez le tocase emprender otro

           más largo, incluso antes de lo que calculaba, me pedía que estuviese con él el tiempo
           que me fuera posible. Por tanto, me suplicaba que dejase mi isla solitaria y fuese a
           reunirme con él a Perth, de donde podríamos proseguir juntos hacia el sur. Esta carta
           me llamó en cierto modo a la vida, por lo que decidí que abandonaría mi isla dos días

           después.
               Sin embargo, antes de partir, tenía una tarea que cumplir, cuyo pensamiento me
           hacía estremecer: debía empaquetar mis instrumentos químicos, para lo cual tenía que

           entrar en la habitación que había sido escenario de mi espantoso trabajo y manipular
           aquellos utensilios cuya visión me producía malestar. A la mañana siguiente, cuando
           rompió el día, hice acopio de valor y abrí la puerta del laboratorio. Los restos de la
           criatura inacabada que había destruido yacían esparcidos por el suelo; casi me pareció
           como  si  hubiese  despedazado  la  carne  viva  de  un  ser  humano.  Me  detuve  para

           recobrarme,  y  luego  entré  en  la  cámara.  Con  mano  temblorosa,  saqué  los
           instrumentos de la habitación; pero pensé que no debía dejar que los restos de mi obra
           despertasen el horror y el recelo de los lugareños, y los metí en un cesto con gran

           cantidad de piedras, decidiendo arrojarlos al mar esa misma noche; entretanto, me
           senté junto a la orilla y me dediqué a limpiar y ordenar los aparatos químicos.
               Nada  podía  haber  más  completo  que  el  cambio  operado  en  mis  sentimientos
           durante la noche de la aparición del demonio. Antes había mirado mi promesa con
           negra  desesperación,  como  algo  que  debía  cumplir,  fueran  cuales  fuesen  sus

           consecuencias; ahora, en cambio, era como si me hubiesen arrancado una venda de



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