Page 162 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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me agobiaban mil temores; y cuando llegaban, y veía la letra de Elizabeth o de mi
padre en el sobre, apenas me atrevía a leerlas, no fuera a ver confirmada mi
condenación. A veces pensaba que el demonio me seguía y podía estimular mi
renuencia matando a mi compañero. Cuando me asaltaban estos pensamientos, no
quería dejar a Henry solo ni un momento, sino que le seguía como si fuese su sombra
para protegerle de la imaginada furia de su destructor. Me sentía como si hubiese
cometido algún crimen enorme, cuya conciencia me atormentara. Era inocente, pero
había atraído efectivamente sobre mi cabeza una horrible maldición tan mortal como
la del crimen.
Visité Edimburgo con languidez en los ojos y en la mente; sin embargo, esa
ciudad podía haber interesado al más desventurado de los seres. A Clerval no le gustó
tanto como Oxford, pues la antigüedad de esta última le resultaba más grata. Pero la
belleza y regularidad de la parte nueva de Edimburgo, su castillo romántico y sus
alrededores, los más deliciosos del mundo, el Arthur’s Seat, la fuente de San
Bernardo y las Montañas de Pentland, le compensaron del cambio y le llenaron de
entusiasmo y admiración. Pero yo estaba impaciente por llegar al fin de mi viaje.
Dejamos Edimburgo una semana después, cruzamos Couper, St. Andrews y
seguimos por las riberas del Tay, hasta Perth, donde nos esperaba nuestro amigo. Pero
yo no me encontraba con humor para reír y charlar con desconocidos, ni para
compartir sus sentimientos y planes con la jovialidad que se espera de un invitado; así
que le dije a Clerval que deseaba dar la vuelta a Escocia solo.
—Disfruta tú —dije—, y que sea este nuestro punto de encuentro. Estaré ausente
un mes o dos; pero te ruego que no interfieras en mis movimientos; déjame en paz y
soledad un poco de tiempo; cuando regrese, espero que sea con el corazón más
aliviado, y más en armonía con tu humor.
Henry quiso disuadirme, pero viéndome decidido a llevar adelante este plan, dejó
de protestar. Insistió en escribirme a menudo.
—Preferiría acompañarte —dijo— en tus paseos solitarios, a estar con estos
escoceses a quienes no conozco; así que no tardes en regresar, amigo querido, para
que pueda sentirme otra vez a gusto, cosa que no puede ser en tu ausencia.
Después de separarme de mi amigo decidí buscar algún lugar remoto de Escocia y
terminar mi obra en soledad. No dudaba que el monstruo me seguía, y que se
presentaría a mí cuando hubiese terminado, a fin de recibir a su compañera.
Con este propósito atravesé las tierras altas del norte y elegí una de las islas más
remotas de las Orkney como escenario de mis trabajos. Era el marco apropiado para
una obra de este género, ya que se trataba de una roca cuyos elevados flancos
azotaban continuamente las olas. Su suelo, yermo, apenas producía pasto para unas
cuantas vacas escuálidas y avena para sus habitantes: cinco personas cuyos flacos y
demacrados miembros daban prueba de su dieta miserable. El pan y las verduras,
cuando podían contar con tales lujos, y hasta el agua potable, había que traerlo de
tierra firme, que estaba a unas cinco millas de distancia.
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