Page 166 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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cada bestia una compañera, y tengo yo que vivir en soledad? Yo tuve sentimientos de
           afecto,  y  fueron  correspondidos  con  el  odio  y  el  desprecio.  ¡Tú  podrás  odiarme,
           hombre, pero ten cuidado! Pasarás tus horas sumido en el terror y la desdicha; y no
           tardará en caer el rayo que ha de arrebatarte para siempre la felicidad. ¿Pretendes ser

           dichoso, mientras yo me arrastro en la intensidad de mi desventura? Podrás aplastar
           mis otras pasiones, pero me queda aún la venganza… ¡la venganza, en adelante, será
           para mí más querida que la luz y el alimento! Puede que yo muera; pero antes, tú, mi
           tirano y verdugo, maldecirás el sol que alumbra tu miseria. Ten cuidado; porque soy

           atrevido,  y  por  tanto  poderoso.  Vigilaré  con  la  astucia  de  una  serpiente,  a  fin  de
           morder con su veneno. Te arrepentirás de las injurias que me infliges.
               —Calla, demonio; no envenenes el aire con palabras malvadas. Ya te he dicho mi
           decisión,  y  no  soy  ningún  cobarde  para  rendirme  a  las  amenazas.  Déjame;  soy

           inexorable.
               —Bien. Me voy; pero recuerda esto: estaré contigo en tu noche de bodas.
               Me revolví, y exclamé:
               —¡Malvado! Antes de que firmes tú mi sentencia de muerte, asegúrate de que

           estás a salvo.
               Quise agarrarle; pero él me eludió y abandonó la casa con precipitación. Unos
           instantes  después  le  vi  subir  en  su  barca  y  surcar  las  aguas  a  la  velocidad  de  una
           flecha, perdiéndose enseguida entre las olas.

               Todo quedó en silencio otra vez, pero sus palabras aún resonaban en mis oídos.
           Yo estaba furioso, con unas ganas inmensas de perseguir al que me había arrebatado
           la paz y precipitarle al fondo del océano. Me puse a pasear, inquieto y desasosegado,
           de un lado para otro de la habitación, mientras mi imaginación evocaba mil imágenes

           que me atormentaban y herían. ¿Por qué no le había seguido y había entablado con él
           una lucha a muerte? Le había dejado marcharse, y se había dirigido hacia tierra firme.
           Me  estremecí  al  pensar  quién  podía  ser  la  siguiente  víctima  que  sacrificaría  a  su

           insaciable sed de venganza. Luego pensé otra vez en sus palabras: Estaré contigo en
           tu noche de bodas.  Ese  era,  pues,  el  plazo  que  fijaba  para  el  cumplimiento  de  mi
           condenación. Esa era la hora en que yo debía morir, para satisfacer y apagar a un
           tiempo su rencor. No me daba miedo tal perspectiva; sin embargo, al pensar en mi
           amada Elizabeth, en el llanto y el dolor interminable que la embargarían al ver a su

           esposo  bárbaramente  arrebatado  de  su  lado,  acudieron  a  mis  ojos  las  primeras
           lágrimas que derramaba desde hacía muchos meses; y decidí no caer ante mi enemigo
           sin presentarle una lucha encarnizada.

               Pasó la noche y el sol surgió del océano; mis sentimientos se habían calmado, si
           puede  hablarse  de  calma  cuando  la  violencia  de  la  furia  nos  hunde  en  las
           profundidades de la desesperación. Salí de la casa —horrendo escenario de la disputa
           de la noche anterior— a pasear por el borde del mar, que casi se me antojaba una
           barrera insalvable entre mis semejantes y yo; es más, me asaltó el deseo de que fuese

           efectivamente así. Deseé quedarme para siempre en aquella roca inhóspita, olvidado



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