Page 168 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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los ojos y viera claramente por primera vez. Ni por un instante me vino la idea de
           recomenzar  aquel  trabajo.  La  amenaza  que  había  oído  pesaba  sobre  mis
           pensamientos; pero no se me ocurría que pudiera evitarla ninguna decisión por mi
           parte.  Estaba  íntimamente  convencido  de  que  crear  otro  ser  como  aquel  demonio

           suponía  un  acto  de  egoísmo  de  lo  más  indigno  y  atroz,  y  había  desterrado  de  mi
           mente todo pensamiento que me indujese a una conclusión diferente.
               Entre las dos y las tres de la madrugada salió la luna; entonces embarqué el cesto
           a bordo del pequeño esquife y me aleje unas cuatro millas de la costa. El escenario

           estaba perfectamente solitario; unas cuantas embarcaciones regresaban a tierra, pero
           yo navegaba en dirección opuesta. Me parecía como si estuviese a punto de cometer
           un crimen espantoso y evitaba con estremecida ansiedad cualquier encuentro con mis
           semejantes. En determinado momento, la luna, que había estado clara y despejada, se

           ocultó  súbitamente  tras  una  espesa  nube;  aproveché  esos  minutos  de  oscuridad  y
           arrojé el cesto al mar; escuché un gorgoteo al sumergirse y me alejé del lugar. El cielo
           se encapotó; el aire era puro, aunque frío por la brisa que se estaba levantando del
           nordeste.  Sin  embargo,  esto  me  animó  y  me  llenó  de  sensaciones  tan  gratas  que

           decidí demorarme en este paseo; y fijando la caña a la vía me tendí en el fondo del
           bote. Las nubes ocultaban la luna; todo estaba oscuro y solo se oía el chapoteo del
           bote cuando la quilla cortaba las olas; el murmullo me apaciguó y al poco rato me
           quedé profundamente dormido.

               No sé cuánto tiempo estuve dormido, pero al despertar me encontré con que el sol
           se había elevado ya considerablemente. El viento era fuerte y las olas amenazaban sin
           cesar la seguridad de mi pequeño esquife. Me di cuenta de que el viento soplaba del
           nordeste y que debía de haberme alejado bastante del punto donde había embarcado.

           Traté de cambiar de rumbo, pero enseguida vi que si volvía a intentarlo el bote se
           llenaría de agua.
               En esta situación, mi único recurso era navegar a favor del viento. Confieso que

           estaba un poco asustado. No llevaba brújula conmigo y conocía tan superficialmente
           la geografía de esta parte del mundo que el sol me era de muy poca utilidad. Podía ser
           impelido hacia el anchuroso Atlántico para sufrir allí todas las torturas del hambre o
           ser tragado por las aguas inmensas que rugían y me zarandeaban. Hacía ya muchas
           horas que estaba en el mar y sentía los tormentos de una sed ardiente, preludio de

           otros sufrimientos. Miré a los cielos cubiertos de nubes que el viento arrastraba, solo
           para sustituirlas por otras; y miré el mar, que iba a ser mi tumba.
               —¡Demonio —exclamé—, se ha cumplido tu misión!

               Pensé  en  Elizabeth,  en  mi  padre  y  en  Clerval…  todos  quedarían  a  merced  del
           monstruo; podría saciar en ellos sus pasiones sanguinarias y crueles. Esta idea me
           sumió en unos pensamientos tan desesperados y espantosos que aun ahora, cuando el
           telón está a punto de caer ante mí para siempre, me estremezco al recordarlo.
               Así transcurrieron unas horas. Gradualmente, a medida que el sol descendía hacia

           el horizonte, el viento se fue convirtiendo en una brisa moderada y el mar se limpió



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