Page 172 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Fueron interrogados varios hombres más sobre mi desembarco; y todos
coincidieron en que, con el fuerte viento del norte que se había levantado durante la
noche, era muy probable que me hubiera visto obligado a barloventear durante
muchas horas, para regresar después casi al mismo punto del que había salido.
Además, dijeron que al parecer había traído el cuerpo de otro sitio, y que al no
conocer la costa, había entrado en puerto sin saber la distancia que había del pueblo
de… al lugar donde había depositado el cadáver.
El señor Kirwin, tras escuchar esta última declaración, ordenó que me llevasen a
la habitación donde habían dejado el cadáver en espera de enterrarlo, a fin de
observar el efecto que me producía su visión. Esta idea se la sugirió probablemente la
extrema agitación que yo había mostrado al oír de qué forma se había cometido el
asesinato. Así que fui conducido a la posada por el propio magistrado y varias otras
personas. No podía por menos de sorprenderme la extraña coincidencia que había
tenido lugar en esta azarosa noche, pero dado que había estado hablando con varias
personas de la isla donde vivía hacia la misma hora en que se había descubierto el
cuerpo, me sentía perfectamente tranquilo en cuanto a las consecuencias de este caso.
Entré en la habitación donde estaba el cadáver y me condujeron hasta el ataúd.
¿Cómo describir mis emociones al verlo? Aún me siento estupefacto de horror, y no
puedo pensar en aquel terrible momento sin estremecerme de agonía. El
interrogatorio, la presencia del magistrado y de los testigos, todo desapareció de mi
conciencia como un sueño cuando vi tendido ante mí el cuerpo sin vida de Henry
Clerval. Abrí la boca, sintiendo que me faltaba el aire; y arrojándome sobre su
cuerpo, exclamó:
—¿También a ti, mi queridísimo Henry, te han privado de la vida mis
maquinaciones asesinas? Ya he destruido a otros seres; otras víctimas aguardan su
destino; pero tú, Clerval, mi amigo, mi benefactor…
Mi cuerpo no pudo soportar ya tanta angustia y me sacaron de la habitación presa
de violentas convulsiones.
A estas les sucedió la fiebre. Durante dos meses estuve al borde de la muerte; mis
delirios, como me dijeron después, eran espantosos; me acusaba de la muerte de
William, de Justine y de Clerval. Unas veces pedía a los que me asistían que me
ayudasen a destruir al demonio que me atormentaba; otras, sentía que los dedos del
monstruo me atenazaban el cuello, y gritaba en una agonía de terror. Por fortuna,
como hablaba en mi lengua nativa, solo podía entenderme el señor Kirwin; pero mis
gestos y mis gritos desgarrados bastaban para asustar a los demás testigos.
¿Por qué no sucumbí entonces? Puesto que era más desdichado de lo que haya
sido cualquier hombre, ¿por qué no me hundí en el olvido? La muerte arrebata a
muchos hijos radiantes de salud, que son la única esperanza de sus ancianos padres;
¡cuántas esposas y jóvenes amantes están un día llenos de vigor y esperanza, y al
siguiente son festín de gusanos y corrupción de la tumba! ¿De qué materia estaba
hecho yo que podía resistir así tantas conmociones que, como la vuelta de la rueda,
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