Page 176 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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imagen  de  Clerval,  lívido  y  asesinado.  Más  de  una  vez  la  agitación  que  me
           provocaban estos pensamientos hacía temer a mis amigos una peligrosa recaída. ¡Ay!
           ¿Por qué protegían una vida tan miserable y odiada? Sin duda para que yo cumpliese
           mi  destino,  que  ahora  está  tocando  a  su  fin.  Pronto,  ¡ah!,  muy  pronto,  la  muerte

           detendrá estos latidos y me librará de la enorme carga de angustias que me anonada;
           cuando  se  cumpla  el  fallo  de  la  sentencia  me  sumiré  también  en  el  descanso.
           Entonces la muerte estaba lejana, aunque siempre la deseaba en mis pensamientos; y
           a menudo permanecía sentado durante horas, inmóvil y mudo, esperando que algún

           poderoso cataclismo nos sepultase entre ruinas a mí y a mi destructor.
               Se acercaba el día de la vista de mi causa. Hacía ya tres meses que me tenían en
           prisión, y aunque me encontraba débil, y en constante peligro de recaer, me obligaron
           a viajar casi cien millas, hasta el pueblo donde se iba a celebrar el juicio. El señor

           Kirwin se encargó de llevar a cabo todas las gestiones para reunir a los testigos y
           preparar la defensa. Se me ahorró la vergüenza de aparecer públicamente como un
           criminal, ya que el caso no llegó a plantearse ante el tribunal que decide sobre la vida
           y la muerte. El gran jurado rechazó el cargo, al probarse que me encontraba en las

           Islas Orkney a la hora en que fue descubierto el cuerpo de mi amigo; y dos semanas
           después de mi traslado me dejaron en libertad.
               Mi  padre  no  cabía  en  sí  de  alegría  al  verme  exento  de  la  ignominia  de  una
           acusación criminal, así como de que me dejaran respirar de nuevo libremente y me

           permitiesen regresar a mi país. Yo no compartía esos sentimientos; para mí, los muros
           del calabozo y los del palacio eran igualmente odiosos. El cáliz de mi vida se había
           emponzoñado para siempre; y aunque el sol brillaba por encima de mí del mismo
           modo que por encima de los que son felices y llevan la alegría en el corazón, yo no

           veía  a  mi  alrededor  otra  cosa  que  una  densa  y  espantosa  negrura,  en  la  que  no
           penetraba más luz que el tenue parpadeo de unos ojos fijos en mí. Unas veces eran los
           ojos expresivos de Henry moribundo, con los globos casi ocultos por sus párpados y

           sus negras pestañas; otras, eran los ojos aguanosos y turbios del monstruo, tal como
           los vi por vez primera en mi alcoba de Ingolstadt.
               Mi  padre  trató  de  despertar  en  mí  los  sentimientos  del  afecto.  Me  habló  de
           Ginebra,  que  no  tardaríamos  en  volver  a  ver;  de  Elizabeth  y  de  Ernest;  pero  sus
           palabras no hacían sino arrancarme hondos gemidos. A veces, efectivamente, sentía

           deseos de felicidad y pensaba con melancólico placer en mi amada prima; o anhelaba
           con devoradora maladie du pays ver nuevamente el lago azul y el rápido Ródano, que
           tan queridos habían sido para mí en mi niñez; pero el estado de mis sentimientos era

           de una apatía tal que tan buena residencia me habría parecido la prisión, como el más
           divino escenario de la naturaleza; raramente interrumpía nada estas depresiones, si no
           eran  los  paroxismos  de  angustia  y  desesperación.  En  esos  momentos  trataba  a
           menudo de poner fin a mi odiosa existencia, lo que hacía necesario que se me tuviese
           en constante vigilancia y compañía, a fin de impedirme cometer algún espantoso acto

           de violencia.



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