Page 180 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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considerarlo  como  un  acontecimiento  que  indefectiblemente  se  cumpliría.  Fuimos
           afectuosos  compañeros  de  juegos  durante  la  niñez  y,  creo,  amigos  entrañables  y
           cariñosos al hacernos mayores. Pero así como el hermano y la hermana sienten un
           vivo  afecto  el  uno  por  otro  sin  desear  una  unión  más  íntima,  ¿no  puede  ser  este

           también  nuestro  caso?  Dímelo,  queridísimo  Victor.  Contéstame,  te  lo  suplico  por
           nuestra mutua felicidad, con toda franqueza: ¿No amas a otra?
               Tú has viajado; has pasado varios años de tu vida en Ingolstadt, y confieso que,
           cuando te vi el otoño pasado tan abatido y observé que te apartabas de la compañía de

           todos,  no  pude  evitar  el  pensar  que  quizá  lamentabas  nuestras  relaciones  y  que  el
           honor  te  obligaba  a  cumplir  el  deseo  de  tus  padres,  aunque  era  opuesto  a  tus
           inclinaciones. Pero este es un falso razonamiento. Confieso que te amo, y que en mis
           etéreos sueños sobre el futuro has sido mi constante amigo y compañero. Pero lo que

           pretendo es tu felicidad, tanto como la mía, al confesarte que nuestro matrimonio me
           haría eternamente desgraciada si no fuese fruto de tu libre elección. Lloro ante la idea
           de  que,  abatido  por  las  más  crueles  desventuras,  aún  seas  capaz  de  ahogar,  por  la
           palabra «honor», toda la esperanza de amor y felicidad que solo tú puedes restituirte.

           Puede  que,  sintiendo  un  afecto  desinteresado  por  ti,  sea  yo  quien  multiplique  tus
           sufrimientos  al  convertirme  en  obstáculo  para  tus  deseos.  ¡Ah,  Victor!,  ten  la
           seguridad de que tu prima y compañera siente por ti un amor demasiado sincero para
           que este pensamiento no la haga desgraciada. Se feliz, amigo mío; y si accedes a esta

           única  petición,  ten  la  certeza  de  que  nada  en  la  tierra  será  capaz  de  turbar  mi
           tranquilidad.
               No permitas que esta carta te preocupe; no me contestes mañana ni pasado; ni
           siquiera cuando vengas, si eso va a causarte dolor. Mi tío me enviará noticias de tu

           salud; y si al vernos descubro una sonrisa en tus labios debida a este o a algún otro
           cuidado mío, no necesitaré de otra felicidad.


                                                                                         Elizabeth Lavenza
                                                                               Ginebra, 18 de mayo, 17…








               Esta  carta  resucitó  en  mi  memoria  algo  que  había  olvidado,  la  amenaza  del
           demonio: ¡Estaré contigo en tu noche de bodas! Tal era mi sentencia; esa noche el
           demonio  emplearía  todo  su  arte  para  destruirme  y  arrebatarme  el  último  atisbo  de

           felicidad que prometía consolarme de mis sufrimientos. Esa noche había decidido él
           consumar su cadena de crímenes con mi muerte. Bien, que lo hiciese; entablaríamos
           una lucha a muerte: si salía él victorioso, yo encontraría la paz, y su poder sobre mí
           habría  terminado.  Si  llegaba  a  vencer,  yo  alcanzaría  la  libertad.  ¡Ah!,  pero  ¿qué
           libertad? La que goza el campesino cuando su familia ha sido pasada a cuchillo ante

           sus ojos, y quemada su casa y devastadas sus tierras, y vaga sin rumbo, sin hogar, sin



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