Page 181 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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dinero, solo, pero libre. Esa sería mi libertad; salvo que yo poseía un tesoro con mi
           Elizabeth, aunque mermado por los horrores del remordimiento y de la culpa, que me
           perseguirían hasta la muerte.
               ¡Dulce y amada Elizabeth! Leí y releí su carta, y un suave sentimiento inundó mi

           corazón y se atrevió a susurrarme sueños paradisíacos de gozo y de amor; pero yo
           había mordido la manzana, y el brazo del ángel me expulsaba de toda esperanza. Sin
           embargo,  estaba  dispuesto  a  morir  por  su  felicidad.  Si  el  monstruo  cumplía  su
           amenaza,  la  muerte  sería  inevitable;  sin  embargo,  dudaba  que  el  matrimonio

           precipitase  mi  destino.  Puede  que,  efectivamente,  adelantara  unos  meses  mi
           destrucción; pero si mi torturador llegaba a sospechar que yo aplazaba la ceremonia a
           causa  de  sus  amenazas,  sin  duda  encontraría  otro  medio  de  vengarse,  quizá  más
           espantoso.  Había  jurado  estar  conmigo  la  noche  de  mi  boda;  sin  embargo,  tal

           amenaza  no  le  obligaba  a  permanecer  tranquilo  entretanto,  pues,  como  para
           mostrarme que aún no estaba saciado de sangre, había matado a Clerval después de
           lanzar su amenaza. Decidí, por tanto, que si mi unión inmediata con Elizabeth iba a
           suponer la felicidad de ella y la de mi padre, las maquinaciones del demonio contra

           mi vida no la iban a demorar una sola hora.
               En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Fue una carta serena y afectuosa:
           «Me temo, mi amada niña», le decía, «que queda muy poca felicidad para nosotros en
           este mundo; sin embargo, todo cuanto me quepa gozar se cifra en ti. Desecha esos

           temores infundados; solo a ti consagro mi vida, mis esfuerzos y mis satisfacciones.
           Pero me pesa un secreto, Elizabeth, un espantoso secreto. Cuando te lo revele te hará
           estremecer  de  horror;  y  lejos  de  sorprenderte  mi  desventura,  te  extrañará  que  aún
           sobreviva  a  cuanto  he  soportado.  Quiero  confiarte  esta  historia  desdichada  y

           aterradora el día siguiente de nuestra boda, ya que, mi dulce prima, ha de haber una
           completa confianza entre nosotros. Pero hasta entonces, te lo suplico, no menciones
           ni hagas alusión alguna a esto. Te lo pido de corazón, y sé que lo harás».

               Una semana después de recibir la carta de Elizabeth, regresamos a Ginebra.
               La dulce muchacha me acogió con cálido afecto, aunque se le llenaron los ojos de
           lágrimas  al  ver  mi  cuerpo  demacrado  y  mis  mejillas  enfebrecidas.  Yo  observé
           también un cambio en ella. Estaba más delgada y había perdido gran parte de aquella
           celestial  vivacidad  que  tanto  me  había  encantado  en  otro  tiempo;  pero  su

           mansedumbre y sus dulces miradas de compasión la convertían en una compañera
           más apreciada para un ser maldito y desgraciado como yo.
               La tranquilidad de que llegué a gozar ahora no duró. El recuerdo trajo consigo la

           locura,  y  cada  vez  que  pensaba  en  lo  ocurrido  caía  en  un  auténtico  estado  de
           enajenación;  unas  veces  me  ponía  furioso  y  ardía  de  rabia;  otras,  me  invadían  la
           depresión y el desaliento. No hablaba ni miraba a nadie; me limitaba a permanecer
           sentado,  inmóvil,  anonadado  por  la  multitud  de  desgracias  que  se  habían  abatido
           sobre mí.

               Solo Elizabeth era capaz de sacarme de tales accesos; su dulce voz me devolvía la



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