Page 186 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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estaba allí, sin vida, atravesada en la cama, con la cabeza colgando y el semblante
           pálido y desencajado, semioculto por los cabellos. Adondequiera que me vuelvo, veo
           la misma figura: sus brazos exangües y su cuerpo inerte, tal como lo había arrojado el
           asesino sobre su féretro nupcial. ¿Cómo es posible que contemplara yo aquella escena

           y  siguiera  viviendo?  ¡Ay!  La  vida  es  obstinada  y  se  aferra  aún  más  cuando  se  la
           detesta. Durante un instante perdí el conocimiento y caí al suelo sin sentido.
               Cuando volví en mí me encontré rodeado por la gente de la posada; sus caras
           expresaban un intenso terror, aunque este no parecía sino un remedo, una sombra de

           los sentimientos que a mí me embargaban. Escapé de ellos y corrí adonde yacía el
           cuerpo de Elizabeth, mi amor, mi esposa, viva aún hacía muy poco, tan querida, tan
           noble. La habían cambiado de postura, y ahora, tendida, con la cabeza sobre el brazo
           y un pañuelo cubriéndole el rostro y el cuello parecía que dormía. Me arrojé sobre

           ella y la abracé con ardor; pero su mortal languidez y la frialdad de sus miembros me
           hicieron comprender que lo que ahora sostenía en mis brazos había dejado de ser la
           Elizabeth a la que había querido y amado. Tenía en el cuello la huella asesina del
           demonio, y el aliento había dejado de salir de sus labios.

               Sumido aún en esta agonía de desesperación, miré hacia arriba. Yo había dejado
           cerradas las ventanas; una especie de pánico se apoderó de mí al ver que la pálida luz
           de la luna iluminaba la cámara. Las contraventanas abiertas, y con una sensación de
           horror  indescriptible,  vi  en  el  vano  la  figura  abominable  y  horrenda.  El  rostro  del

           monstruo esbozó una sonrisa; parecía burlarse, mientras con dedo diabólico señalaba
           el cadáver de mi esposa. Me abalancé hacia la ventana, y sacando la pistola de mi
           pecho disparé; pero él me eludió, saltó, y corriendo a la velocidad del relámpago, se
           zambulló en el lago.

               El estampido de la pistola atrajo a una multitud a la habitación. Señalé el lugar
           por donde había desaparecido, y seguimos su rastro en botes; echamos redes, pero
           todo fue inútil. Al cabo de varias horas regresamos sin esperanzas; la mayoría de mis

           acompañantes, convencidos de que aquel ser era producto de mi fantasía. Después de
           desembarcar proseguimos la búsqueda por el campo, saliendo en distintas direcciones
           entre bosques y viñedos.
               Intenté  acompañarles  y  llegué  hasta  cierta  distancia  de  la  casa;  pero  me  daba
           vueltas  la  cabeza,  mis  pasos  eran  como  los  de  un  hombre  ebrio,  y  finalmente  me

           desplome en el suelo, vencido por un total agotamiento; un velo me nublaba los ojos
           y la fiebre me abrasaba la piel. En este estado me transportaron a la posada y me
           depositaron en una cama, casi inconsciente de lo sucedido; mis ojos vagaron por la

           habitación como buscando algo que había perdido.
               Me levanté al cabo de un rato, y como por instinto, me dirigí penosamente a la
           habitación donde yacía el cadáver de mi amada. Allí estaban las mujeres llorando a su
           alrededor; me incliné sobre ella y mis lágrimas se unieron a las demás; en todo este
           tiempo no me llegó una sola idea clara a la conciencia; mis pensamientos vagaban de

           objeto en objeto, reflexionando confusamente sobre mis desgracias y su causa. Yo



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