Page 191 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Había empezado mi imprecación con solemnidad y temor, casi convencido de que
los espectros de mis amigos muertos me escuchaban y aprobaban mi decisión; pero la
furia se apoderó de mí al concluir, y la rabia ahogó mis últimas palabras.
Una tremenda carcajada me respondió en el silencio de la noche. Resonó en mis
oídos larga y pesadamente; las montañas devolvieron su eco y sentí como si el
infierno entero me envolviese con risas y burlas. En aquel instante me habría dejado
dominar por el frenesí, y habría puesto fin a mi desdichada existencia; pero mi
juramento había sido escuchado, y mi vida estaba reservada para la venganza. Se
desvaneció la risa, y una voz que yo conocía y odiaba dijo en audible susurro cerca de
mí:
—¡Me alegro, miserable desdichado! Has decidido vivir, y me alegro.
Me abalancé hacia el lugar de donde provenía la voz, pero el diablo eludió mi
acometida. Súbitamente, surgió el ancho disco de la luna y bañó de lleno la horrenda
y deforme figura que huía con sobrenatural rapidez.
Lo perseguí; durante muchos meses ha sido esta mi tarea. Guiado por un ligero
rastro, seguí los serpenteos del Ródano, aunque en vano. Apareció el Mediterráneo
azul, y por una extraña casualidad, vi al demonio subir por la noche a un navío y
ocultarse en él con destino al Mar Negro; saqué pasaje en aquel mismo barco, pero
logró escapar no sé cómo.
Aunque siempre ha conseguido eludirme, he seguido su rastro por los desiertos de
Tartaria y de Rusia. Unas veces, los campesinos, amedrentados por su horrenda
aparición, me informaban de su paso; otras, él mismo, temiendo que desesperase y
muriese si perdía su rastro, dejaba alguna pista que me sirviera de orientación.
Cayeron nevadas, y descubrí las huellas que dejaban sus pies enormes en la blanca
llanura. ¿Cómo podría comprender usted, que acaba de iniciarse en la vida, y para
quien la preocupación es nueva y la agonía desconocida, lo que sentía yo, y todavía
siento? El frío, la necesidad y la fatiga eran los sufrimientos más pequeños que estaba
destinado a soportar; me había maldecido algún demonio y llevaba conmigo el
infierno eterno; sin embargo, aún me acompañaba y guiaba mis pasos un espíritu
benévolo; y cuando más hundido estaba, me sacaba de dificultades que parecían
insalvables. Unas veces, cuando mi cuerpo, vencido por el hambre, se desplomaba de
agotamiento, descubría un poco de comida dispuesta para mí en medio del desierto
que me reponía y me devolvía el ánimo. Eran alimentos frugales propios de los
campesinos de la región; pero no me cabía duda de que los colocaban allí los espíritus
que yo había invocado en mi ayuda. Frecuentemente, cuando todo estaba seco y el
cielo aparecía despejado y me consumía la sed, venía una nube ligera a oscurecer el
cielo y a aliviarme con algunas gotas, y luego desaparecía.
Cuando podía, seguía el curso de los ríos; pero el demonio los evitaba
generalmente, ya que en ellos suele congregarse la población de cada comarca. Había
zonas, en cambio, en las que raramente se veían seres humanos, y me mantenía de
animales que se cruzaban en mi camino. Solía ganarme la amistad de los aldeanos
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