Page 189 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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—Con mucho gusto le brindaría toda mi ayuda en su persecución; pero la criatura
           de que me habla tiene poderes capaces de desafiar todos los esfuerzos. ¿Quién puede
           seguir  a  un  animal  capaz  de  cruzar  el  mar  de  hielo  y  habitar  en  cavernas  y
           madrigueras  que  ningún  hombre  se  atrevería  a  pisar?  Además,  han  transcurrido

           algunos  meses  desde  la  comisión  de  sus  crímenes  y  no  se  sabe  hacia  dónde  ha
           dirigido sus pasos ni en qué región puede estar ahora.
               —Tengo la seguridad de que ronda cerca de donde yo estoy; si efectivamente se
           ha refugiado en los Alpes, se le puede cazar como a un gamo y matar como a una

           alimaña. Pero leo en sus pensamientos que usted no ha dado crédito a mi relato y no
           tiene intención de perseguir a mi enemigo y castigarle como se merece.
               Los ojos me centelleaban de furia al hablar; el magistrado estaba atemorizado.
               —Se equivoca —dijo—. Haré todo lo posible; y si está en mi mano atrapar al

           monstruo, tenga la seguridad de que sufrirá el castigo que sus crímenes merecen. Pero
           me temo, por lo que usted mismo me ha explicado, que no resultará factible; de modo
           que, aunque adoptemos todas las medidas necesarias, debe estar preparado para el
           fracaso.

               —Eso nunca; pero todo lo que yo diga servirá de poco. Mi venganza carece de
           interés para usted; no obstante, si bien reconozco que se trata de algo condenable,
           confieso que es la única pasión que me devora el alma. Mi ira es indecible cuando
           pienso que ese asesino que yo mismo he soltado en la sociedad vive aún. Usted se

           niega a aceptar mi justo requerimiento; de modo que no me queda otro recurso que
           consagrarme hasta la muerte a su destrucción.
               El  exceso  de  agitación  me  hizo  temblar  al  decir  esto;  mi  actitud  tenía  algo  de
           frenética, y algo, sin duda, de aquella altiva fiereza que, según se dice, poseían los

           mártires  de  tiempos  pasados.  Pero  para  un  magistrado  ginebrino,  cuya  mente
           ocupaban ideas muy distintas a las de lealtad heroísmo, esta exaltación de espíritu se
           semejaba  a  la  locura.  Se  esforzó  en  aplacarme,  como  la  niñera  tranquiliza  a  un

           pequeñuelo, y atribuyó mi relato a los efectos del delirio.
               —¡Señor  —exclamé—,  cuán  ignorante  es  usted  con  todo  su  orgulloso  saber!
           Calle; no sabe lo que dice.
               Salí de la casa furioso y alterado, y me retiré a meditar el plan que debía seguir.


























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