Page 188 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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descubría que me encontraba en una mazmorra. Luego vino la melancolía, y
gradualmente llegué a tener una clara noción de mis desdichas y mi situación.
Entonces me pusieron en libertad. Pues me habían declarado loco, y durante muchos
meses, según comprendí después, mi morada había sido una celda solitaria.
La libertad, sin embargo, habría sido para mí un don inútil, de no haber
despertado a la venganza, al mismo tiempo que a la razón. A la vez que comenzaba a
acosarme el recuerdo del pasado, empecé a pensar en su causa: el monstruo que había
creado, el miserable demonio que había soltado en el mundo para mi destrucción.
Una furia enloquecedora se apoderaba de mí cada vez que pensaba en él, y deseaba
ardientemente tenerle en mis manos para descargar mi tremenda venganza sobre su
maldita cabeza.
Pero mi odio no se limitó durante mucho tiempo a inútiles deseos; empecé a
meditar el mejor medio de atraparle; para lo cual, un mes después de mi liberación,
acudí a un juez de lo criminal y le dije que tenía una acusación que presentar; que
conocía al destructor de mi familia, y que le requería para que hiciese uso de toda su
autoridad para aprehender al asesino.
El magistrado me escuchó con atención y amabilidad.
—Tenga la seguridad, señor —dijo—, de que no ahorraré esfuerzos ni trabajos
para descubrir a ese villano.
—Se lo agradezco —contesté—; escuche, pues, la deposición que tengo que
presentar. Se trata, desde luego, de una historia tan extraña que quizá no le daría usted
crédito, si no fuese porque contiene una verdad que, por prodigiosa que parezca,
obliga a reconocerla. Es demasiado coherente para que se la pueda considerar un
sueño, y no tengo motivos para declarar una cosa que no es cierta.
Mi actitud al hablarle en estos términos era solemne, aunque serena; en mi fuero
interno había adoptado la resolución de perseguir a muerte a mi destructor, propósito
que aplacaba mi agonía, y de momento me reconciliaba con la vida. Le relaté mi
historia brevemente, pero con firmeza y precisión, citando las fechas con toda
exactitud y sin dejarme arrastrar en ningún momento hacia las expresiones violentas
y exclamatorias.
El magistrado parecía al principio totalmente escéptico; pero a medida que yo
hablaba fue prestando más atención e interés; unas veces le veía estremecerse de
horror; otras, su semblante reflejaba un gran asombro no exento de escepticismo.
Al concluir, dije:
—Ese es el ser al que acuso y cuya detención y castigo le pido que ejecute con
todo su poder. Es deber suyo como magistrado, y confío y espero que su sentir como
hombre no se opondrán en este caso al cumplimiento de tales deberes.
Esta petición produjo un notable cambio en el semblante de mi interlocutor. Había
escuchado mi historia con esa especie de crédito que se da a un relato de espíritus y
sucesos preternaturales; pero cuando le pedí que actuase oficialmente en
consecuencia, le volvió todo su anterior escepticismo. Sin embargo, contestó afable:
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