Page 185 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XXIII
Eran las ocho cuando desembarcamos; caminamos durante un corto trecho por la
orilla, gozando de la luz efímera, y luego nos retiramos a la posada, desde donde
contemplamos el sublime panorama del agua, los bosques y las montañas envueltas
en sombras, aunque recortando aún sus negras siluetas.
El viento que había amainado en el sur se levantó ahora con violencia por el
oeste. La luna había alcanzado su cenit en el cielo y empezaba a descender; las nubes
se desplazaban por delante de ella más rápidas que el vuelo de los buitres, empañando
sus rayos, mientras el lago reflejaba el inquieto paisaje del cielo que hacían aún más
inestables las olas que comenzaban a levantarse. Y de repente empezó a caer una
espesa tormenta de agua.
Yo había estado tranquilo durante el día; pero tan pronto como la noche ocultó las
formas de las cosas, me asaltaron mil temores. Sudaba desasosegado y alerta,
mientras apretaba con la mano derecha la pistola que ocultaba en el pecho; cada ruido
me sobresaltaba; pero decidí vender cara mi vida y no rehuir la lucha, hasta que el
demonio acabase con mi vida o yo con la de él.
Elizabeth observó largamente, con tímido silencio, mi agitación; pero había algo
en mi mirada que le aterraba, y me preguntó temblando:
—¿Qué es lo que te produce esa agitación, mi querido Victor? ¿De qué tienes
miedo?
—¡Oh! ¡Tranquilízate, amor mío! —repliqué—; cuando acabe esta noche habrá
pasado el peligro; pero esta noche es espantosa, espantosa.
Llevaba una hora sumido en este estado de ánimo cuando de pronto pensé en lo
terrible que sería para mi esposa el combate que esperaba de un momento a otro, y le
supliqué con vehemencia que se retirase, decidiendo no reunirme con ella hasta saber
algo sobre la situación de mi enemigo.
Me dejó, y yo seguí durante un rato paseando arriba y abajo por los pasillos de la
casa e inspeccionando cada rincón donde pudiera esconderse mi adversario. Pero no
descubrí rastro alguno de él; y empezaba a pensar que sin duda había ocurrido alguna
afortunada casualidad que le había impedido cumplir sus amenazas, cuando
súbitamente oí un alarido espantoso y desgarrado. Provenía de la habitación donde se
había retirado Elizabeth. Al oírlo se me agolpó toda la verdad en la conciencia; los
brazos me colgaron sin fuerzas, y el movimiento de cada músculo y cada fibra se me
quedó en suspenso; podía sentir el latido de la sangre en las venas y hormiguear en el
extremo de las piernas. Esta sensación me duró solo un instante; se repitió el alarido y
corrí precipitadamente a la habitación.
¡Gran Dios! ¡Por qué no moriría yo entonces! ¿Por qué estoy aquí relatando la
destrucción de la mejor esperanza y de la criatura más pura de la tierra? Elizabeth
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