Page 182 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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paz cuando la pasión me arrebataba, y me inspiraba sentimientos humanos cuando me
hundía en el estupor. Lloraba conmigo y por mí. Y al volver a la lucidez, Elizabeth
me amonestaba y se esforzaba en inspirarme resignación. ¡Ah! Está bien que el
desventurado se resigne; pero para el culpable no existe la paz. Las agonías del
remordimiento envenenan el alivio que podría encontrar abandonándome a una pena
excesiva.
Poco después de llegar, mi padre me habló de mis inmediatas nupcias con
Elizabeth. Yo permanecí en silencio.
—¿Acaso tienes otro compromiso?
—Ninguno en el mundo. Amo a Elizabeth y estoy deseando que llegue el
momento de nuestra unión. Así que acordemos el día; entonces me consagraré, en la
vida o en la muerte, a la felicidad de mi prima.
—Mi querido Victor, no hables así. Los infortunios que han caído sobre nosotros
son graves, pero que sirvan para unirnos aún más a los que quedamos y para
transferir nuestro amor por los que faltan, a los que viven todavía. Formaremos un
círculo pequeño, pero unido estrechamente por los lazos del afecto y la desgracia
común. Y cuando el tiempo dulcifique nuestra desesperación, habrán nacido nuevos
seres a los que amar, que reemplazarán a los que tan cruelmente nos han arrebatado.
Tales eran las lecciones de mi padre. En cuanto a mí, me volvió el recuerdo de la
amenaza, y no es extraño que, dado lo omnipotente que se había revelado el demonio
en sus sangrientas hazañas, le considerase invencible, y que juzgase mi muerte
inevitable si él había dicho: Estaré contigo en tu noche de bodas. Pero la muerte no
era mala para mí si venía a equilibrar la pérdida de Elizabeth; así que con el rostro
sereno, y hasta alegre, acordé con mi padre, si mi prima accedía, celebrar la
ceremonia diez días después, sellando de este modo, creía yo, la hora de mi muerte.
¡Dios mío! Si por un instante hubiese imaginado cuáles eran los infernales
designios de mi adversario, habría huido para siempre de mi país y habría vagado por
el mundo como un proscrito solitario, antes que consentir en estas nupcias
malhadadas. Pero, como dotado de una fuerza mágica, el monstruo me tuvo ciego en
cuanto a sus verdaderas intenciones; y creyendo haber dispuesto mi propia muerte,
apresuré la de una víctima más cara para mí.
A medida que se acercaba el día de la ceremonia, bien por cobardía, bien por un
sentimiento profético, sentía encogérseme el corazón. Pero oculté mis aprensiones
aparentando una jovialidad que hacía aflorar la sonrisa y la alegría al semblante de mi
padre, aunque no conseguía engañar a la mirada vigilante y perspicaz de Elizabeth.
Ella esperaba nuestra unión con serena satisfacción, aunque no sin cierto temor —que
las pasadas desventuras habían dejado en ella— de que lo que ahora parecía una
felicidad cierta y tangible, podía disiparse de pronto como un sueño etéreo sin dejar
otra huella que la de un dolor profundo y duradero.
Se hicieron los preparativos para el acontecimiento, se recibieron visitas de
felicitación, y todo mostraba un aspecto risueño. Yo sepulté en mi corazón, hasta
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