Page 173 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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renovaban continuamente mi tortura?
               Pero estaba condenado a vivir; y a los dos meses me encontré, como si despertase
           de un sueño, en una prisión, tendido en un camastro miserable, rodeado de carceleros,
           llaveros, cerrojos y todo el siniestro aparato propio de un calabozo. Recuerdo que era

           de  madrugada  cuando  desperté  de  este  modo  a  la  conciencia;  había  olvidado  los
           detalles  de  lo  sucedido,  y  solo  me  sentía  como  si  una  gran  desdicha  se  hubiese
           abatido  súbitamente  sobre  mí;  pero  al  mirar  a  mi  alrededor  y  ver  las  ventanas
           enrejadas y la lobreguez del recinto donde me encontraba, me vino todo de pronto a

           la memoria y gemí con amargura.
               Mi voz despertó a una vieja que dormía en una silla, a mi lado. Era la esposa de
           uno de los guardianes, a la que habían contratado como enfermera, y su semblante
           expresaba  todas  las  malas  cualidades  que  a  menudo  caracterizan  a  esa  clase.  Los

           rasgos de su cara eran duros e insolentes como los de las personas acostumbradas a
           presenciar  sin  simpatía  escenas  de  sufrimiento.  Su  tono  expresó  una  absoluta
           indiferencia;  se  dirigió  a  mí  en  inglés,  y  me  pareció  que  había  oído  aquella  voz
           durante mis delirios.

               —¿Se encuentra mejor, señor? —dijo.
               Contesté en la misma lengua, débilmente:
               —Creo  que  sí;  pero  si  todo  es  cierto,  si  efectivamente  no  he  estado  soñando,
           lamento estar vivo aún para sentir tanto sufrimiento y horror.

               —Respecto a eso —contestó la vieja—, si se refiere al caballero que ha matado,
           creo que sería preferible que hubiese muerto, pues creo que lo va a pasar usted mal.
           Sin embargo, no es asunto mío; a mí me han mandado cuidarle y procurar que se
           ponga bien; cumplo mi deber con la conciencia tranquila; mejor sería que cada cual

           hiciera lo mismo.
               Volví la espalda con repugnancia a aquella mujer que era capaz de pronunciar
           palabras tan insensibles a una persona que acababa de salvarse y que aún estaba al

           borde de la muerte; pero me sentía débil e incapaz de pensar en lo que había pasado.
           Las mismas etapas de mi vida me parecían como un sueño: a veces dudaba que fuera
           todo cierto, ya que no se me presentaba a la mente con la fuerza de la realidad.
               A  medida  que  las  imágenes  que  flotaban  ante  mí  se  hacían  más  distintas,  me
           aumentaba la fiebre; mi alrededor se fue poblando de tinieblas; no tenía a nadie cerca

           que me tranquilizase con la voz amable del amor; ninguna mano querida me sostenía.
           El  médico  venía  a  prescribirme  medicinas,  y  la  vieja  me  las  preparaba;  pero  el
           primero  evidenciaba  una  total  indiferencia,  mientras  que  el  rostro  de  la  segunda

           reflejaba una expresión de manifiesta brutalidad. ¿A quién podía interesar el destino
           de un asesino, salvo al verdugo que iba a ganarse su salario?
               Estas fueron mis primeras reflexiones; pero no tardé en averiguar que el señor
           Kirwin  se  había  portado  con  excepcional  amabilidad  conmigo.  Había  mandado
           disponer  para  mí  la  mejor  celda  de  la  prisión  (la  mejor,  en  efecto,  resultaba

           miserable); y había sido él quien me había proporcionado médico y enfermera. Es



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