Page 159 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XIX
Londres fue nuestro presente punto de descanso; decidimos pasar unos meses en esta
ciudad célebre y maravillosa. Clerval deseaba conocer a los hombres de genio y de
talento que estaban en boga; pero para mí, esta era una cuestión secundaria; lo que
me interesaba ante todo era obtener los conocimientos necesarios para cumplir mi
promesa, de modo que me serví enseguida de las cartas de presentación que traía
conmigo, dirigidas a los más distinguidos filósofos de la naturaleza.
Si hubiese realizado este viaje en mis tiempos venturosos de estudiante, me habría
producido un placer indescriptible. Pero había caído una maldición sobre mi
existencia, por lo que visité a estas personas con el único objeto de que me facilitasen
la información necesaria para la empresa en la que estaba tan terriblemente
empeñado. La compañía me resultaba enojosa; cuando estaba solo, podía ocupar la
mente contemplando el cielo y la tierra; la voz de Henry me sosegaba y de este modo
podía fingir una paz transitoria. Pero los rostros afanosos, alegres o desprovistos de
interés volvían a despertar la desesperación de mi corazón. Veía una barrera
insalvable entre mis semejantes y yo; una barrera sellada con la sangre de William y
de Justine; y el pensar en los sucesos relacionados con esos nombres me llenaba el
alma de angustia.
Pero en Clerval veía la imagen de mi antiguo yo; era curioso y siempre mostraba
deseos de aumentar su experiencia y saber. La diversidad de costumbres que
observaba era para él una fuente inagotable de interés y diversión. Él perseguía
también un objetivo que desde hacía tiempo se había propuesto. Quería visitar la
India, convencido de que el conocimiento que tenía de sus diversas lenguas, y las
nociones que había adquirido de su sociedad, le capacitaban para contribuir
materialmente al progreso de la colonización y el comercio europeos. Solo en Gran
Bretaña podía convertir su plan en realidad. Andaba constantemente ocupado, y lo
único que le impedía disfrutar era mi ánimo triste y deprimido. Yo trataba de
ocultarlo, a fin de no privar de los placeres naturales a quien debía entrar en un nuevo
escenario de la vida sin que le turbasen amargos recuerdos. A menudo rehusé
acompañarle, pretextando otros compromisos, para poder estar solo. Había
empezado, también, a reunir los materiales necesarios para mi nueva creación, cosa
que me atormentaba como la gota de agua que cae sin cesar sobre la cabeza. Cada
pensamiento que le dedicaba me ocasionaba un agudo dolor, y cada palabra alusiva a
ese tema me producía un temblor en los labios y un vuelco violento en el corazón.
Cuando ya hacía varios meses que estábamos en Londres, recibimos una carta de
cierta persona de Escocia que en otro tiempo nos había visitado en Ginebra. Hablaba
de las bellezas de su país y nos preguntaba si no eran atractivos suficientes para
decidirnos a prolongar nuestro viaje hasta Perth, donde vivía. Clerval mostró vivos
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