Page 157 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Y si estos eran mis sentimientos, ¿cómo describir los de Henry? Se sentía como si le
hubiesen transportado a un país mágico y gozase de una felicidad raramente
alcanzada por el hombre.
—He visto —dijo— los más hermosos escenarios de mi país; he visitado los
lagos de Lucerna y de Uri, donde las nevadas montañas descienden perpendiculares
hasta el agua, proyectando negras e impenetrables sombras que les darían un aspecto
tenebroso si no fuera por las verdeantes islas que alivian la vista con su alegre
presencia; he visto el lago agitado por tempestades en las que el viento levantaba
trombas de agua, dando idea de lo que debe ser una tromba en el océano inmenso, y
estrellarse furiosas las olas al pie del monte donde un alud sepultó al sacerdote y a su
amante, y donde dicen que aún se oyen sus voces de agonía cuando se calma el viento
por la noche; he visto las montañas de La Valais y del Pays de Vand; pero este país,
Victor, me gusta más que todas esas maravillas. Las montañas de Suiza son más
majestuosas y extrañas, pero hay un encanto en las riberas de este río divino como
nunca he visto igual. Observa aquel castillo encaramado sobre el precipicio; y aquel
otro, en la isla, casi oculto entre el follaje de los árboles hermosos; mira ese grupo de
vendimiadores que andan entre las vides; y el pueblo semiescondido en el regazo de
la montaña. ¡Ah, seguramente los espíritus que habitan y guardan este lugar tienen un
alma más en armonía con el hombre que aquellos que acrecientan el glaciar o se
refugian en las cumbres inaccesibles de nuestra tierra!
¡Clerval! ¡Querido amigo! Aún ahora me llena de gozo repetir tus palabras y
demorarme en alabanzas que tanto mereces. Era un ser formado en «la verdadera
poesía de la naturaleza». La sensibilidad de su corazón templaba su imaginación
arrolladora y entusiasta. Su alma desbordaba de afectos, y su amistad era de esa
naturaleza abnegada y maravillosa que el mundo nos enseña a buscar en el reino de la
imaginación. Pero ni aun las simpatías humanas saciaban la avidez de su espíritu. El
escenario de la naturaleza elemental, que otros contemplaban tan solo con
admiración, despertaba su entusiasmo:
La atronadora catarata
le embargaba como una pasión: la roca alta,
la montaña, el bosque tenebroso y profundo,
y sus formas y colores, eran para él
un anhelo, un sentimiento, un amor
que no necesitaba de otro encanto más remoto
debido al pensamiento, ni de otro interés
que no fuese la mirada.
¿Y dónde está ahora? ¿Se ha perdido para siempre este ser afable y bondadoso?
¿Ha perecido esa mente llena de ideas y de imaginaciones fantásticas y grandiosas
que constituían un mundo cuya existencia dependía de su creador? ¿Solo vive ahora
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