Page 153 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XVIII








           Después de mi regreso a Ginebra, el tiempo transcurría día tras día y semana tras
           semana sin que yo lograra hacer suficiente acopio de valor para empezar de nuevo mi
           trabajo. Temía la venganza del demonio si llegaba a decepcionarle, pero era incapaz
           de vencer mi repugnancia a emprender la obra que me había impuesto. Veía que no

           era posible confeccionar una hembra sin dedicar varios meses a profundos estudios y
           laboriosas investigaciones. Había oído hablar de ciertos descubrimientos que había
           realizado un filósofo inglés, y a veces pensaba en obtener permiso de mi padre para
           visitar Inglaterra con este fin; pero me aferraba a cualquier pretexto para aplazarlo y

           retrasaba el momento de dar el primer paso en una empresa cuya necesidad inmediata
           empezaba a parecerme menos absoluta. Efectivamente, se había operado un cambio
           en  mí;  mi  salud,  hasta  entonces  desmejorada,  se  había  fortalecido;  en  cuanto  al
           ánimo, cuando no lo constreñía el recuerdo de mi desventurada promesa, renacía del

           mismo modo. Mi padre observaba complacido este cambio y pensaba en la mejor
           manera de eliminar los últimos vestigios de melancolía que de cuando en cuando me
           volvía y nublaba, con devoradora negrura, el cercano amanecer. En estos momentos
           buscaba  refugio  en  la  más  absoluta  soledad.  Me  pasaba  días  enteros  en  el  lago,

           embarcado en un pequeño bote, observando las nubes y escuchando el murmullo de
           las  olas,  indiferente  y  abstraído.  Pero  el  aire  fresco  y  el  sol  radiante  raramente
           dejaban de devolverme cierto grado de serenidad; y cuando regresaba, afrontaba los
           saludos de mis amigos con la sonrisa más dispuesta y el corazón más alegre.

               Al regreso de uno de estos paseos mi padre me llamó aparte y me habló en estos
           términos:
               —Me  alegra  observar,  querido  hijo,  que  recobras  tus  antiguas  aficiones  y  que
           vuelves a ser tú mismo. Sin embargo, aún no eres feliz, y evitas nuestra compañía.

           Durante  un  tiempo  he  estado  sumido  en  un  mar  de  conjeturas  sobre  cuál  sería  la
           causa, y ayer me vino a la cabeza una idea que, si tiene algún fundamento, te ruego
           que me confirmes. El mantenerte reservado en tal extremo no solo sería inútil, sino
           que podría acarrearnos a todos triple desgracia.

               Me estremecí violentamente ante este preámbulo, y mi padre prosiguió:
               —Confieso, hijo, que siempre he considerado tu futuro matrimonio con nuestra
           querida Elizabeth como el vínculo de la felicidad familiar y el puntal de mis últimos
           años. Os habéis querido desde vuestra más tierna infancia; habéis estudiado juntos y

           por  vuestro  carácter  y  vuestros  gustos  parecéis  enteramente  hechos  el  uno  para  el
           otro. Pero es tan ciega la experiencia del hombre que lo que yo imaginaba que iba a
           cooperar mejor en mis planes ha sido quizá lo que los ha destruido por completo. Tal
           vez la ves como una hermana, sin ningún deseo de que llegue a convertirse en tu

           esposa.  Es  posible,  incluso,  que  hayas  conocido  a  otra,  a  la  que  amas;  y  al


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