Page 148 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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siempre de las delicias que tan bellas criaturas podían conceder, y que si me viese
           aquella, cuyo rostro contemplaba, su expresión de divina bondad se transformaría en
           un gesto de repugnancia y terror.
               ¿Es extraño que tales pensamientos me enajenasen de rabia? Lo que me asombra

           es que, en vez de desahogarme con exclamaciones de agonía, no me abalanzara en
           aquel instante sobre la humanidad y pereciese tratando de destruirla.
               Dominado  por  estas  emociones,  abandoné  el  lugar  donde  había  cometido  el
           asesinato  y,  buscando  un  escondite  más  retirado,  me  metí  en  un  granero  que  me

           pareció vacío. Encontré a una mujer dormida en la paja; era joven; desde luego, no
           tan hermosa como aquella cuyo retrato había cogido; pero tenía un rostro agradable y
           radiante por el encanto de la juventud y la lozanía. He aquí, pensé, «uno de esos seres
           cuyas sonrisas gratificantes van dedicadas a todos menos a mí». Luego me incliné

           sobre ella y susurré:
               —Despierta, hermosa criatura; tu enamorado, el que daría la vida por obtener una
           mirada de afecto de tus ojos, está junto a ti; ¡despierta, amada mía!
               La durmiente se agitó; un escalofrío de terror me recorrió el cuerpo. ¿Despertaría

           efectivamente y, al verme, me maldeciría y me acusaría de asesino? Sin duda obraría
           de  ese  modo  si  sus  dormidos  ojos  llegaban  a  abrirse  y  me  descubría.  La  idea  era
           enloquecedora; agitó al demonio que había dentro de mí… no era yo, sino ella, quien
           debía sufrir; yo había cometido el crimen porque se me había privado para siempre de

           todo  lo  que  ella  podía  darme;  así  que  debía  pagar.  Puesto  que  el  crimen  tenía  su
           origen en ella, ¡que ella sufriese el castigo! Gracias a las lecciones de Félix y a las
           sanguinarias leyes de los hombres, había aprendido ahora a obrar mal. Me incliné y
           coloque el retrato en uno de los pliegues de su vestido. Volvió a removerse, y hui.

               Durante unos días anduve merodeando por el lugar donde habían ocurrido estos
           hechos; unas veces con el deseo de verte, y otras decidido a abandonar el mundo y
           sus miserias para siempre. Por último, me vine a estas montañas, cuyos inmensos y

           retirados  parajes  recorro,  consumido  por  una  ardiente  pasión  que  tú  solo  puedes
           apagar. No podemos separarnos hasta que me hayas prometido cumplir lo que te pido.
           Estoy  solo  y  lleno  de  amargura;  los  hombres  no  quieren  tener  relación  alguna
           conmigo;  en  cambio,  una  mujer  deforme  y  horrible  no  se  apartará  de  mí.  Mi
           compañera debe ser de la misma especie, y tener los mismos defectos que yo. Así

           debes crear ese ser.





















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