Page 146 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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llegar a los confines de Suiza, cuando el sol había recobrado ya su calor y la tierra
           empezaba a cubrirse nuevamente de verde, sucedió una circunstancia que confirmó
           de manera especial la amargura y el horror de mis emociones.
               En general, descansaba de día y viajaba sólo cuando la noche me protegía de la

           vista del hombre. Una mañana, sin embargo, viendo que mi camino atravesaba un
           bosque, me arriesgué a continuar el viaje después de haber salido el sol; la belleza del
           día y la fragancia del aire, a principios de la primavera, consiguieron animarme. Sentí
           revivir en mí emociones benevolentes y plácidas que hacía tiempo parecían muertas.

           Medio sorprendido por la novedad de este estado de ánimo, me dejé llevar por él, y
           olvidando mi soledad y mi cuerpo deforme, me atreví a ser feliz. Nuevamente me
           corrieron  lágrimas  de  ternura  por  las  mejillas,  e  incluso  elevé  agradecido  los  ojos
           húmedos hacia el bondadoso sol que me concedía tal gozo.

               Seguí  recorriendo  los  senderos  del  bosque,  hasta  que  llegué  al  límite  que
           bordeaba un río rápido y profundo, hacia el que muchos de los árboles tendían sus
           ramas, ahora llenas de hojitas por la incipiente primavera. Me detuve aquí, sin saber
           exactamente qué camino tomar; en ese instante oí unas voces y me oculté bajo la

           sombra de un ciprés. Apenas lo había hecho, una niña se acercó corriendo y riendo al
           lugar donde yo estaba, como si jugase a huir de alguien. Siguió por los escarpados
           bordes del río, hasta que de repente le resbaló un pie, y cayó a las rápidas aguas. Salí
           al punto de mi escondite, y con gran esfuerzo, la salvé de la corriente y la saqué a la

           orilla. Estaba sin conocimiento; y trataba de reanimarla con todos los medios a mi
           alcance, cuando de pronto me interrumpí ante la aproximación de un campesino, que
           probablemente era la persona con la que había estado jugando. Al verme, se abalanzó
           sobre  mí,  y  arrancándome  a  la  niña  de  los  brazos,  echó  a  correr  hacia  lo  más

           intrincado  del  bosque.  Le  seguí  veloz,  sin  saber  por  qué;  pero  al  darse  cuenta  el
           hombre de que le seguía, me apuntó con una escopeta que llevaba y disparó. Caí al
           suelo, mientras mi agresor desaparecía en el bosque con doblada rapidez.

               ¡Esta fue, pues, la recompensa a mi gesto de benevolencia! Había salvado de la
           muerte a un ser humano, y en premio me retorcía ahora de dolor, con una herida que
           me había destrozado la carne y el hueso. Los sentimientos de dulzura y de bondad
           que había alimentado momentos antes dieron paso a la furia infernal y al rechinar de
           dientes.  Inflamado  por  el  dolor,  juré  odiar  eternamente  a  toda  la  humanidad  y

           vengarme de ella. Pero la agonía de mi herida me venció; mi pulso se detuvo y perdí
           el conocimiento.
               Durante unas semanas arrastré una vida miserable por los bosques, tratando de

           curar la herida que había recibido. La bala había penetrado en el hombro y no sabía si
           la  tenía  dentro  o  había  salido;  de  todos  modos,  carecía  de  medios  para  extraerla.
           Además, el opresivo sentido de la injusticia e ingratitud que la herida representaba
           aumentaba  mis  dolores.  Diariamente  hacía  promesas  de  venganza:  una  venganza
           honda y fatal era lo único que compensaría las ofensas y angustias que había sufrido.

               Unas semanas después sanó mi herida y proseguí el viaje. Los sufrimientos que



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