Page 147 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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soportaba no los aliviaba ya ni el radiante sol ni las templadas brisas de la primavera;
toda alegría no era sino una burla que insultaba mi completa desolación y me hacía
ver más dolorosamente que yo no estaba hecho para el goce del placer.
Pero mis penalidades tocaban ahora a su fin, y al cabo de dos meses divisé las
afueras de Ginebra.
Caía la tarde, así que busqué un escondite en los campos que rodean la ciudad, a
fin de meditar la forma en que debía presentarme ante ti. Me sentía agobiado por el
cansancio y el hambre, y demasiado desdichado para gozar de la suave brisa del
atardecer, o del espectáculo del sol poniéndose tras las formidables montañas del
Jura.
En esa ocasión me alivió del dolor de la reflexión un breve sueño, que vino a
interrumpir un hermoso niño al acercarse corriendo, con toda la animada alegría de la
infancia, al rincón que yo había elegido. De pronto, mientras lo contemplaba, se me
ocurrió que esta pequeña criatura carecía de prejuicios, y había vivido demasiado
poco para haber adquirido horror alguno a la deformidad. Por tanto, si pudiese
cogerle educarle para que fuera mi compañero y amigo, no estaría solo en esta
poblada tierra.
Impulsado por este pensamiento, agarre al niño cuando pasaba y lo atraje hacia
mí. Tan pronto como me vio, se puso las manos ante los ojos y profirió un agudo
chillido; le retiré la mano de la cara con fuerza, y dije:
—Niño, ¿qué significa esto? Yo no trato de hacerte daño; escúchame.
Él forcejeó violentamente.
—¡Suéltame! —exclamó—; ¡monstruo! ¡Monstruo repugnante! Quieres
comerme, quieres despedazarme. Eres un ogro. ¡Suéltame, o llamaré a mi papá!
—Niño; ya no verás más a tu papá; vas a venir conmigo.
—¡Monstruo asqueroso! Suéltame. Mi papá es síndico… es M. Frankenstein; él te
castigará. No te atrevas a retenerme.
—¡Frankenstein! Perteneces a mi enemigo, a aquel de quien he jurado vengarme
eternamente; entonces serás mi primera víctima.
El niño siguió forcejeando y cubriéndome de insultos que exasperaban mi
corazón; le apreté la garganta para callarle, y un instante después cayó muerto a mis
pies.
Contemplé a mi víctima, y el corazón se me llenó de exultación y de triunfo
infernal; y exclamé:
—Yo también puedo sembrar la desolación; mi enemigo no es invulnerable; esta
muerte le traerá la desesperación y mil otras calamidades que le atormentarán y
destruirán.
Al clavar la mirada en el niño, vi que brillaba algo en su pecho; era el retrato de
una mujer hermosísima. A pesar de mi malignidad, me apaciguó y me atrajo.
Contemplé unos instantes sus negros ojos rodeados de largas pestañas y sus labios
preciosos; pero luego me volvió la cólera; recordé que se me había privado para
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