Page 145 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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rápidamente las nubes que poblaban el cielo; la ráfaga corrió como una poderosa
avalancha, produciendo una especie de locura en mi ánimo que desbordó todos los
límites de la razón y la reflexión. Encendí la rama seca de un árbol y dancé furioso
alrededor de la casa predestinada, con los ojos fijos aún en el horizonte de poniente,
cuyo borde casi tocaba la luna. Una parte de su orbe se ocultó al fin; entonces agité la
tea; y cuando hubo desaparecido del todo, proferí un grito exultante y prendí fuego a
la paja, el brezo y los matojos amontonados. El viento avivó las llamas, que
envolvieron rápidamente la casa, prendieron en ella y la lamieron con sus lenguas
bífidas y destructoras.
En cuanto tuve la seguridad de que nada podía salvar parte alguna de la vivienda,
abandone el lugar y busqué refugio en el bosque.
Y ahora, con el mundo frente a mí, ¿adónde debía dirigir mis pasos? Decidí huir
lejos del escenario de mis desventuras; aunque para mí, odiado y despreciado, todos
los países iban a ser igualmente horribles. Finalmente, se me ocurrió pensar en ti.
Sabía por tus papeles que eras mi padre, mi creador; ¿y a quién podía acudir con más
propiedad que a aquel que me había dado la vida? Entre las lecciones que Félix había
dado a Safie no habían faltado las de geografía; con ese motivo, yo había aprendido
las situaciones relativas de los distintos países de la tierra. Mencionabas Ginebra
como tu ciudad natal, de modo que hacia ese lugar decidí encaminarme.
Pero ¿cómo podía dirigirme allí? Sabía que debía viajar hacia el sudoeste para
llegar a mi destino, y con el sol por único guía. No conocía los nombres de las
ciudades que debía cruzar, ni podía pedir información a ningún ser humano; pero no
me desanimé. Solo de ti podía esperar socorro, aunque no me despertabas otro
sentimiento que el de odio. ¡Insensible, despiadado creador! Me habías dotado de
percepción y de pasiones, y luego me habías arrojado al mundo para desprecio y
horror de la humanidad. Pero solo de ti podía recabar piedad y desagravio, y en ti
decidí buscar esa justicia que en vano trataba de obtener de cualquier ser con forma
humana.
Largos fueron mis viajes, e intensos los sufrimientos que soporté. Era a finales del
otoño cuando abandone la región donde había residido durante tanto tiempo. Viajé
solo de noche, temeroso de tropezarme con el rostro de algún ser humano. La
naturaleza se marchitaba a mi alrededor, y el sol dejó de calentar; la lluvia y la nieve
caían por donde pasaba; los ríos poderosos se habían helado; la superficie de la tierra
estaba dura y fría y desnuda, y no ofrecía ningún refugio. ¡Oh, tierra! ¡Cuántas veces
maldije al causante de mi ser! Había perdido mi inclinación a la bondad, y en mi
interior todo se había vuelto hiel y amargura. Cuanto más me acercaba a tu morada,
más hondamente sentía arder el espíritu de la venganza en mi corazón. Caía la nieve,
y las aguas se habían endurecido; pero yo no desfallecía. De cuando en cuando, me
guiaba algún accidente, y un mapa de la región que poseía; pero a menudo me
apartaba bastante de mi camino. La agonía de mis sentimientos no me daba tregua; no
ocurría ningún incidente del que mi ira y desdicha no extrajeran su alimento; pero al
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