Page 140 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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estaba solo. Recordaba las súplicas de Adán a su Creador. Pero ¿dónde estaba el mío?
Me había abandonado y, en la amargura de mi corazón, le maldecía.
Así transcurrió el otoño. Veía, con sorpresa y pesar, que las hojas se marchitaban
y caían, y que la naturaleza adquiría el aspecto árido y desolado que tenía la primera
vez que contemplé los bosques y la luna. Sin embargo, no me importaban los rigores
que traía esta época del año; mi constitución estaba más preparada para soportar el
frío que el calor. Pero mi mayor placer era ver las flores, los pájaros, y todas las
alegres galas del verano; cuando estas cosas me abandonaron, me volví con más
atención hacia los moradores de la casa. Su felicidad no disminuyó con la ausencia
del calor. Se querían y compenetraban unos con otros; y la alegría de cada uno, que
dependía de los demás, no se truncaba por los incidentes que acontecían a su
alrededor. Cuanto más les observaba, mayor era mi deseo de pedirles protección y
afecto; mi corazón suspiraba porque estas amables criaturas lo amasen y conociesen;
ver sus dulces miradas dirigidas hacia mí con afecto era la más alta meta de mi
ambición. No me atrevía a pensar en la posibilidad de que huyeran de mí con
desprecio y horror. Jamás habían rechazado al pobre que llamaba a su puerta. Es
cierto que yo pedía tesoros más valiosos que la comida y el descanso: lo que yo
necesitaba era dulzura y simpatía; pero no me juzgaba indigno de tales cosas.
Llegó el invierno, y se completó el ciclo de las estaciones, desde que yo
despertara a la vida. Esta vez concentré la atención únicamente en el plan de
introducirme en casa de mis protectores. Forjé muchos proyectos, pero finalmente me
pareció más sensato entrar en el aposento cuando el ciego estuviese solo. Yo tenía la
suficiente perspicacia como para comprender que la fealdad antinatural de mi persona
era lo que más había horrorizado a aquellos con quienes me había tropezado. Mi voz,
aunque áspera, no tenía nada de terrible en sí misma; así que pensé que si lograba
ganarme la buena voluntad y mediación del viejo De Lacey en ausencia de sus hijos,
tal vez me tolerasen mis protectores más jóvenes.
Un día, cuando el sol brillaba en las hojas rojas que cubrían el suelo comunicando
alegría, aunque ya no calor, salieron Safie, Agatha y Félix a dar un largo paseo por el
campo, y el anciano se quedó solo en la casa por deseo propio. Después de que
marchasen sus hijos, cogió la guitarra y tocó varias canciones llenas de tristeza,
aunque dulces; más dulces y más tristes que las que le había escuchado hasta
entonces. Al principio, su rostro resplandecía de gozo; pero poco a poco, le fueron
dominando la meditación y la tristeza; por último, dejó a un lado el instrumento, y se
quedó ensimismado.
El corazón me latía con violencia; había llegado el momento supremo que
colmaría mis esperanzas o convertiría en realidad mis temores. Los criados se habían
marchado a una feria de la vecindad. Todo estaba en silencio en la casa y sus
alrededores; era una excelente ocasión; sin embargo, cuando me disponía a poner en
práctica mi plan, me flojearon las piernas y caí al suelo. Nuevamente me levanté y,
apelando a toda la firmeza de que era capaz, quité las tablas que había colocado
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