Page 138 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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libre», y nadie iba a lamentar mi desaparición. Mi figura era espantosa y mi estatura
           gigantesca. ¿Qué significaba esto? ¿Quién era yo? ¿De dónde había venido? ¿Cuál
           era mi destino? Tales eran las preguntas que me repetía continuamente, aunque era
           incapaz de resolver.

               El  volumen  de  las  Vidas  de  Plutarco  contenía  las  historias  de  los  primeros
           fundadores de las antiguas repúblicas. Este libro tuvo un efecto en mí muy distinto al
           de Las desventuras del joven Werther. Las meditaciones de Werther me revelaron la
           melancolía  y  el  desaliento,  pero  Plutarco  me  enseñó  los  nobles  pensamientos;  me

           elevó por encima del ámbito infortunado de mis propias reflexiones, para admirar y
           amar a los héroes de épocas pasadas. Muchas de las cosas que leía sobrepasaban mi
           comprensión  y  experiencia.  Tenía  una  vaga  idea  de  los  reinos,  de  las  grandes
           extensiones  de  territorio,  de  los  poderosos  ríos  y  de  los  mares  ilimitados.  Pero

           desconocía  por  completo  las  ciudades  y  las  grandes  concentraciones  de  seres
           humanos. La casa de mis protectores había sido la única escuela en la que yo había
           estudiado  la  naturaleza  del  hombre;  pero  este  libro  revelaba  nuevos  y  poderosos
           escenarios de acción. Hablaba de hombres que se ocupaban de los asuntos públicos,

           los cuales gobernaban o mataban a los seres de su propia especie. Sentí nacer en mí
           una  gran  pasión  por  la  virtud,  y  una  aversión  al  vicio,  en  la  medida  en  que
           comprendía el sentido de estos términos, aplicándolos tan solo al placer y al dolor.
           Movido por tales sentimientos, me inclinaba a admirar a los legisladores pacíficos,

           Numa, Solón y Licurgo, prefiriéndolos a Rómulo y a Teseo. Las vidas patriarcales de
           mis  protectores  hicieron  que  estas  impresiones  se  consolidaran  firmemente  en  mi
           mente; quizá, si mi introducción en la humanidad hubiese corrido a cargo de un joven
           soldado,  ansioso  de  gloria  y  de  matanzas,  me  habría  infundido  sentimientos  muy

           distintos.
               Pero  El  paraíso  perdido  me  despertó  emociones  distintas  y  muchísimo  más
           hondas. Lo leí, como había leído los demás volúmenes que cayeron en mis manos,

           convencido  de  que  era  una  historia  verdadera.  Me  hizo  experimentar  todos  los
           sentimientos de maravilla y temor que era capaz de provocar la descripción de un
           Dios  omnipotente  en  guerra  con  sus  criaturas.  A  menudo  comparaba  las  diversas
           situaciones, por su sorprendente parecido, con las mías propias. Como Adán, yo no
           parecía tener lazo alguno con los demás seres; pero su estado era muy distinto del

           mío en los demás aspectos. De las manos de Dios había salido una criatura perfecta,
           próspera  y  feliz,  protegida  por  el  especial  cuidado  de  su  Creador;  se  le  había
           permitido conversar con seres de naturaleza superior y adquirir de ellos su saber; en

           cambio, yo era desdichado, estaba desamparado y solo. Muchas veces consideré a
           Satanás  el  símbolo  más  acorde  con  mi  condición,  pues  con  frecuencia,  como  él,
           cuando presenciaba la dicha de mis protectores, sentía removerse en mi interior la
           hiel amarga de la envidia.
               Otra circunstancia vino a reforzar y confirmar estos sentimientos. Poco después

           de mi llegada al cobertizo, descubrí unos papeles en un bolsillo de la ropa que me



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