Page 137 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XV
Esta es la historia de mis protectores. Me había dejado hondamente impresionado.
Aprendí, de la concepción de la vida social que comportaba, a admirar sus virtudes y
a reprobar los vicios de la humanidad.
Por entonces consideraba el crimen un mal lejano; tenía perpetuamente presentes
la benevolencia y la generosidad, que despertaban en mí el deseo de convertirme en
un actor más de las animadas escenas que tantas cualidades admirables inspiraban y
exhibían. Pero al dar cuenta de los progresos de mi intelecto no debo omitir una
circunstancia que tuvo lugar a principios del mes de agosto del mismo año.
Una noche, durante mi acostumbrada visita al bosque vecino donde yo recogía mi
alimento y traía leña para mis protectores, encontré en el suelo una maleta de piel con
varias prendas de vestir y algunos libros. Me apoderé de ella ansiosamente y me la
llevé al cobertizo. Por fortuna, los libros estaban escritos en la lengua cuyos
rudimentos había adquirido yo en la casa De Lacey; se trataba de El paraíso perdido,
un volumen de las Vidas de Plutarco, y Las desventuras del joven Werther. La
posesión de estos tesoros me produjo una inmensa alegría; ahora estudiaba
continuamente y ejercitaba la mente en estas historias, mientras mis amigos se
dedicaban a sus ocupaciones ordinarias.
Me es muy difícil describirte el efecto que me produjeron estos libros. Me
despertaron un sinfín de imágenes y sentimientos nuevos, que a veces me elevaban al
éxtasis, pero más frecuentemente me hundían en el más hondo desaliento. En Las
desventuras del joven Werther, además del interés de su historia sencilla y
conmovedora se discuten tantas opiniones y se arrojan tantas luces sobre lo que hasta
entonces habían sido para mí temas oscuros que en este libro encontré una fuente
inagotable de meditación y asombro. Las costumbres dulces y domésticas que
describe, junto con las opiniones y sentimientos elevados que tienen por objeto algo
de impersonal, concordaban bien con mi experiencia entre mis protectores y los
anhelos eternamente vivos en mi pecho. Pero consideré al propio Werther el ser más
divino que jamás había contemplado ni imaginado; su carácter no tenía presunción
ninguna, sino que le hundía profundamente. Sus disquisiciones sobre la muerte y el
suicidio estaban destinadas a llenarme de asombro. No era mi propósito abordar el
fondo de la cuestión; sin embargo, me inclinaba a favor de las opiniones del héroe,
cuya muerte lloré sin comprender muy bien por qué.
Mientras leía, sin embargo, analizaba con atención mis propios sentimientos y
situación. Encontraba mi caso parecido, aunque al mismo tiempo extrañamente
distinto al de los seres cuyas historias leía y cuyas conversaciones escuchaba.
Simpatizaba con ellos y les comprendía, pero yo no estaba intelectualmente formado;
no dependía de nadie ni me relacionaba con nadie. «El sendero de mi partida estaba
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