Page 132 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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más rudimentaria; soportaba el calor y el frío extremados con menos daño corporal;
mi estatura superaba a la suya. Cuando miraba a mi alrededor, no veía ni oía a nadie
como yo. ¿Era, entonces, un monstruo, una abominación de la tierra, de la que todos
huían y a la que todos repudiaban?
No puedo describirte el tormento que me infligían estas reflexiones; trataba de
desecharlas, pero el dolor no hacía sino aumentar con el conocimiento. ¡Oh, ojalá
hubiese permanecido eternamente en mi bosque natal y no hubiese conocido otras
sensaciones que las del hambre, la sed y el calor!
¡Qué extraña naturaleza posee el saber! Una vez adquirido, se adhiere a la mente
como el liquen a la roca. A veces deseaba librarme de todo pensamiento y
sentimiento; pero aprendí que solo había un medio de vencer al dolor, y era la muerte:
estado que yo temía, aunque no llegaba a comprender. Admiraba la virtud y los
buenos sentimientos, y amaba los dulces modales y amables cualidades de mis
protectores; pero estaba excluido de su contacto, salvo por aquel medio solapado,
ignorado y oculto que, más que satisfacer, aumentaba las ansias que sentía de
convertirme en uno de ellos. Las dulces palabras de Agatha y las sonrisas animadas
de la encantadora joven árabe no eran para mí. Las bondadosas exhortaciones del
anciano, y la animada conversación de Félix, no eran para mí, ¡un ser miserable y
desdichado!
Hubo otras lecciones que se me quedaron más hondamente grabadas. Aprendí la
diferencia entre los sexos, y el nacimiento y crecimiento de los hijos; cómo el padre
se embelesaba con las sonrisas del infante y las ocurrencias de los hijos mayores;
cómo toda la vida y cuidados de la madre estaban enteramente consagrados a su
preciosa carga; cómo la mente de los jóvenes se ensanchaba y aumentaban sus
conocimientos; qué era el hermano, la hermana, y todos los diversos parentescos que
unen a los seres humanos con lazos mutuos.
Pero ¿dónde estaban mis amigos y familiares? No había tenido un padre que
cuidase de mi infancia, ni una madre que me bendijese con sus sonrisas y caricias; y
si los tuve, toda mi vida pasada no era ahora sino tiniebla, un ciego vacío en el que no
distinguía nada. Desde el principio de mis recuerdos, había sido como era entonces en
estatura y proporción. Hasta ahora, nunca había visto a un ser que se pareciese a mí ni
pretendiese contacto alguno conmigo. ¿Qué era yo? La pregunta me surgía una y otra
vez, solo para contestarla con gemidos.
Luego explicaré a qué me empujaron tales sentimientos; ahora, permíteme volver
a los moradores de la casa, cuya historia despertó en mí emociones encontradas de
indignación, alegría y asombro, aunque todas ellas se resolvieron en un mayor amor y
respeto hacia mis protectores (pues tanto les quería que, en un inocente y
semidoloroso deseo de engañarme, di en llamarles de ese modo).
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