Page 128 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Mi vida en el cobertizo era siempre la misma. Por las mañanas observaba los
movimientos de los moradores de la casa y, cuando acudían a sus diversas tareas, me
echaba a dormir; el resto del día lo pasaba observando a mis amigos. Cuando ellos se
retiraban a descansar, si había luna, o la noche era estrellada, me internaba en el
bosque y recogía comida para mí y leña para la casa. Al regresar, y siempre que era
necesario, les limpiaba el sendero y realizaba algunos menesteres que había visto
hacer a Félix. Después descubrí que les tenían muy asombrados estas tareas que
efectuaban unas manos invisibles; una o dos veces les oí pronunciar, a propósito de
esto, las palabras «espíritus benévolos» y «prodigio», aunque no entendí el
significado de estos términos.
Mis pensamientos se habían vuelto ahora más activos, y ansiaba descubrir los
motivos y sentimientos de estas criaturas encantadoras; quería saber por qué Félix
parecía tan desgraciado, y Agatha tan triste. Pensé (¡pobre infeliz!) que quizá estaba
en mi poder el devolver la felicidad a esta gente digna de toda estima. Cuando dormía
o me ausentaba, las figuras del venerable padre ciego, de la dulce Agatha y del
excelente Félix fluctuaban ante mí. Los miraba como seres superiores y árbitros de
mi futuro destino. En mi imaginación, me formaba mil escenas de cómo me
presentaría a ellos, y cómo me recibirían. Imaginaba que les repugnaría mi presencia,
hasta que, por mi actitud afable y mis palabras conciliadoras, ganase primero su
favor, y después su afecto.
Estos pensamientos me llenaban de ánimo y me incitaban a aplicarme con
renovado ardor a adquirir el arte del lenguaje. Mis órganos eran, efectivamente,
ásperos, pero flexibles; y aunque tenía una voz muy distinta de la dulce música de sus
acentos, sin embargo, pronunciaba las palabras que entendía con tolerable facilidad.
Era como el asno y el perrito faldero; sin embargo, el asno afable de intenciones
afectuosas, a pesar de la rudeza de sus modales, merecía mejor trato que los golpes y
los denuestos.
Los agradables aguaceros y el suave calor de la primavera alteraron enormemente
el aspecto de la tierra. Los hombres, que antes parecían haberse ocultado en cavernas,
se dispersaron y se dedicaron a las diversas artes del cultivo. Los pájaros cantaban
con notas aún más alegres, y empezaban a brotarles hojas a los árboles. ¡Dichosa,
dichosa tierra! Morada perfecta para los dioses, poco antes húmeda e inhóspita. Mi
ánimo se creció ante el encantador aspecto de la naturaleza; el pasado se borró de mi
memoria, el presente estaba tranquilo, y el futuro se doraba con los vivos
resplandores de la esperanza y la promesa de alegría.
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