Page 126 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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robarles durante la noche una parte de sus provisiones para mi propio consumo, pero
           cuando  descubrí  que  con  esto  aumentaba  sus  sufrimientos,  me  abstuve  y  sacié  el
           hambre con bayas, nueces y raíces que recogía en el bosque vecino.
               Descubrí, además, otro medio de ayudarles en sus tareas. Averigüé que el joven

           pasaba gran parte del día recogiendo leña para el hogar de la familia; así que durante
           la noche cogía a menudo sus herramientas, cuyo uso había aprendido rápidamente, y
           les traía leña suficiente para varios días.
               Recuerdo  que  la  primera  vez  que  hice  esto,  la  niña,  al  abrir  la  puerta  por  la

           mañana,  se  quedó  enormemente  asombrada  al  ver  un  gran  montón  de  leña  en  el
           exterior.  Profirió  unas  palabras  en  voz  alta,  y  acudió  el  joven,  que  se  mostró
           sorprendido también. Observé con placer que ese día no fue al bosque, sino que lo
           dedicó a reparar la casa y a cultivar el huerto.

               Poco a poco, fui haciendo un descubrimiento de mayor trascendencia aún. Me di
           cuenta  de  que  esta  gente  poseía  un  método  de  comunicar  sus  experiencias  y
           sentimientos, articulando sonidos. Noté que las palabras que pronunciaban producían
           placer o dolor, sonrisas o tristeza, en el espíritu y el semblante de los que escuchaban.

           Esta  era,  efectivamente,  una  ciencia  divina,  y  deseé  ardientemente  dominarla  yo
           también. Pero fracasé en cada intento que hice en este sentido. Hablaban deprisa, y
           como las palabras que pronunciaban no tenían ninguna conexión aparente con objetos
           visibles,  me  resultaba  imposible  descubrir  alguna  clave  que  me  permitiese

           desentrañar el misterio de su referencia. A fuerza de gran aplicación, sin embargo, y
           después  de  llevar  viviendo  en  el  cobertizo  un  período  de  varios  ciclos  de  luna,
           averigüé los nombres que daban a los objetos de más frecuente referencia: aprendí y
           apliqué las palabras «fuego», «leche», «pan» y «leña». Aprendí también los nombres

           de  los  propios  moradores  de  la  casa.  El  joven  y  su  compañera  tenían  varios;  en
           cambio, el viejo tenía uno solo, que era el de «padre». La niña se llamaba «hermana»
           o «Agatha»; y el joven, «Félix», «hermano» o «hijo». Me es imposible describir la

           alegría  que  sentí  cuando  aprendí  las  ideas  correspondientes  a  estos  sonidos,  y  fui
           capaz de pronunciarlos. Distinguí otras varias palabras sin ser capaz de entenderlas ni
           aplicarlas, como «bueno», «querido» y «desdichado».
               De este modo pasé el invierno. Los dulces modales y la belleza de los moradores
           de la casa conquistaron mis simpatías; cuando eran infelices, yo me sentía deprimido;

           cuando  estaban  contentos,  yo  compartía  su  alegría.  Veía  a  pocos  seres  humanos
           aparte de ellos; y si por ventura entraba alguien en la casa, sus conductas y ademanes
           violentos no hacían sino realzar a mis ojos las superiores cualidades de mis amigos.

           Yo notaba que el anciano se esforzaba a menudo en animar a sus hijos, como observé
           que les llamaba a veces, para que desechasen toda melancolía. Les hablaba en tono
           alegre, con una expresión de bondad que incluso a mí me producía placer. Agatha
           escuchaba con respeto; a veces se le llenaban los ojos de lágrimas, que ella procuraba
           enjugar sin que la viesen; pero yo veía que, en general, su semblante y el tono de su

           voz eran más alegres después de escuchar las exhortaciones del padre. No ocurría así



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