Page 122 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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aunque miserable, contra las inclemencias del tiempo, y más aún contra la barbarie
del hombre.
Tan pronto como clareó el día, salí a gatas de mi perrera, a fin de echar una ojeada
a la casa adyacente y averiguar si podía quedarme en este escondite que había
encontrado. Estaba adosado a la parte posterior de la casa, y rodeado por una
cochiquera y una charca de agua clara. Uno de los lados tenía una abertura, que era
por donde me había introducido; pero ahora cubrí todas las grietas por las que podía
ser visto con piedras y ramas, aunque de modo que pudiera quitarlas para salir; toda
la luz que me llegaba entraba por el lado de la cochiquera, y era suficiente para mí.
Después de arreglar de este modo mi morada, y alfombrarla con paja limpia, me
retiré; pues vi la figura de un hombre a cierta distancia, y recordaba demasiado bien
el tratamiento que había recibido la noche anterior para confiarme a su poder. Antes,
sin embargo, me había provisto, para la comida del día, de una hogaza de tosco pan
que había robado y de un tazón con que poder beber —más conveniente que la mano
— del agua pura que discurría junto a mi escondite. El suelo estaba un poco
levantado, de modo que se encontraba perfectamente seco y, debido a la proximidad
de la chimenea de la casa, estaba tolerablemente caliente.
Provisto de este modo, resolví quedarme en dicho cobertizo hasta tanto no
ocurriera alguna cosa que me hiciera cambiar de parecer. Era, en efecto, un paraíso
comparado con el bosque desolado, mi primera residencia, con las ramas goteantes de
lluvia y la tierra húmeda. Desayuné con apetito; y estaba a punto de quitar una tabla
para salir en busca de un poco de agua, cuando oí pasos, y al mirar a través de una
pequeña rendija, vi a una joven criatura con un cubo en la cabeza, que cruzaba por
delante del cobertizo. Era una muchacha muy joven y de dulce figura, distinta de
cuantas había visto hasta entonces en las campesinas y criadas de las granjas. Sin
embargo, iba pobremente vestida, con una tosca enagua de color azul y una chaqueta
por única vestimenta; llevaba su rubio cabello trenzado y sin adornos; parecía
paciente, aunque triste. Desapareció de mi vista, y como un cuarto de hora después
regresó con el cubo, ahora parcialmente lleno de leche. Mientras caminaba, incómoda
por la carga, salió a su encuentro un hombre joven, cuyo rostro reflejaba un
desaliento más profundo. Profirió unos sonidos con aìre de melancolía, tomó el cubo
de la cabeza de ella y lo llevó él mismo a la casa. La niña le siguió detrás, y
desaparecieron. Poco después vi otra vez al joven cruzar el campo por detrás de la
casa, con algunas herramientas en la mano; la niña andaba ocupada también, unas
veces en la casa y otras en el exterior.
Al examinar mi morada descubrí que en otro tiempo una de las ventanas de la
casa se abría a lo que ahora era el interior del cobertizo; pero su hueco había sido
cegado con tablas. En una de ellas había una rendija pequeña y casi imperceptible. A
través de esta grieta se veía una habitación limpia y encalada, casi desprovista de
muebles. En un rincón, cerca de una pequeña chimenea, había sentado un anciano,
con la cabeza apoyada entre las manos, en actitud desconsolada. La niña estaba
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