Page 121 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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pesaba de esta emigración era perder el fuego que había conseguido accidentalmente,
           ya que no sabía producirlo otra vez. Estuve varias horas considerando seriamente esta
           dificultad,  pero  me  vi  obligado  a  renunciar  a  todo  intento  de  proporcionármelo;  y
           envolviéndome con la capa, crucé el bosque hacia poniente. Pasé tres días en estos

           vagabundeos, y al fin llegué a campo abierto. La noche antes había caído una gran
           nevada, y los campos tenían una blancura uniforme: el aspecto era desolador, y me di
           cuenta  de  que  mis  pies  estaban  yertos  a  causa  de  la  fría  y  húmeda  sustancia  que
           cubría el suelo.

               Eran alrededor de las siete de la mañana, y deseaba vivamente encontrar alimento
           y cobijo; por último, divisé una pequeña cabaña en una ladera, construida sin duda
           para resguardo de algún pastor. Aquello era nuevo para mí, y examiné la construcción
           con curiosidad. Al verla puerta abierta, entré. Había un hombre viejo sentado cerca

           del  fuego,  donde  se  preparaba  el  desayuno.  Se  volvió  al  oír  ruido;  y,  al  verme,
           profirió  un  alarido;  y  abandonando  la  choza,  echó  a  correr  por  los  campos  a  una
           velocidad increíble para su cuerpo debilitado. Su aspecto, distinto de cuantos había
           visto hasta ahora, y su huida me dejaron un poco sorprendido. Pero me encantó la

           choza; aquí no podían penetrar la nieve y la lluvia; el suelo estaba seco; y me pareció
           un refugio tan exquisito y divino como el Pandemónium a los diablos del infierno,
           después de los sufrimientos en el lago de fuego. Devoré con avidez los restos del
           desayuno  del  pastor,  consistentes  en  pan,  queso,  leche  y  vino;  este  último,  sin

           embargo, no me gustó. Luego, vencido por el cansancio, me tumbé en la paja y me
           quedé dormido.
               Era  mediodía  cuando  desperté;  y  animado  por  el  calor  del  sol,  que  brillaba
           radiante en la blancura del suelo, decidí reanudar mi camino; me guardé las sobras

           del desayuno del pastor en un zurrón que había encontrado, y seguí recorriendo los
           campos durante horas, hasta el atardecer, en que llegué a un pueblo. ¡Qué milagro me
           pareció! Las cabañas, las casitas de campo, más cuidadas, y los edificios solemnes

           provocaron sucesivamente mi admiración. Las hortalizas de los huertos, la leche y el
           queso que vi en las ventanas de algunas casas, me despertaron el apetito. Entré en una
           de las mejores; pero apenas puse los pies en el umbral, los niños empezaron a chillar,
           y una de las mujeres se desmayó. Todo el pueblo se alarmó; unos huyeron, otros me
           atacaron; hasta que, gravemente magullado por las piedras y muchas otras clases de

           proyectiles,  escapé  a  campo  abierto  y  me  refugié  asustado  en  un  bajo  cobertizo,
           completamente vacío, y de aspecto miserable, después de los palacios que había visto
           en  el  pueblo.  Este  cobertizo  estaba  adosado  a  una  casita  cuidada  y  de  aspecto

           agradable; pero tras la última experiencia que tan cara me había costado, no me atreví
           a entrar. El lugar de mi refugio estaba hecho de troncos; y era tan bajo que a duras
           penas podía permanecer de pie en su interior. No tenía tabla alguna que formase el
           piso, si bien tenía el suelo seco; y aunque el viento entraba por innumerables grietas,
           encontré que era un abrigo confortable contra la nieve y la lluvia.

               Así  que  me  escondí  en  él,  y  me  eché,  feliz  de  haber  encontrado  un  refugio,



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