Page 117 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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soy más bien el ángel caído, a quien privaste de la alegría sin haber cometido mal
alguno. En todas partes veo la felicidad, de la que solo yo me encuentro
irrevocablemente excluido. Yo era afectuoso y bueno, y la aflicción me ha convertido
en demonio. Haz que sea feliz, y seré virtuoso otra vez.
—¡Vete! No quiero escucharte. No puede haber comunión entre nosotros; somos
enemigos. Vete, o pongamos a prueba nuestras fuerzas en una lucha en la que caiga
uno de los dos.
—¿Cómo podré conmoverte? ¿No hay súplica capaz de hacer que vuelvas una
mirada favorable hacia tu criatura, que implora tu bondad y tu compasión? Créeme,
Frankenstein; yo era benévolo; mi alma resplandecía de amor y humanidad; pero ¿no
estoy solo, miserablemente solo? Si tú, mi creador, me detestas, ¿qué me cabe esperar
de tus semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y me odian. Mi refugio son
las montañas desiertas y los desolados glaciares. He vagado por aquí durante muchos
días; las cavernas de hielo, que únicamente yo no temo y el hombre no apetece, son
mi morada. Bendigo estos cielos desolados, pues son conmigo más clementes que tus
semejantes. Si la multitud humana conociese mi existencia, haría como tú; se armaría
para destruirme. ¿No habré de odiar, entonces, a quienes me odian a mí? No haré
trato alguno con mis enemigos. Si soy desdichado, compartirán mi desdicha. Sin
embargo, en tu mano está el compensarme, y librarles a ellos de un mal que puedes
aumentar tanto que no solo tú y tu familia, sino miles de seres serán tragados por los
torbellinos de la furia. Deja que se conmueva tu compasión, y no me desprecies.
Escucha mi historia; cuando la hayas oído, abandóname o compadécete de mí, según
lo que creas que merezco. Pero óyeme. A los culpables, aunque lo sean por delitos de
sangre, las leyes humanas les permiten hablar en su propia defensa antes de ser
condenados. Escúchame, Frankenstein. Tú me acusas de homicidio y, sin embargo,
destruirías a tu propia criatura con la conciencia tranquila. ¡Oh, bendita, eterna
justicia del hombre! Pero te pido que no me perdones: óyeme; y luego, si puedes, y si
quieres, destruye la obra de tus manos.
—¿Por qué me traes a la memoria —repliqué— la circunstancia, cuyo recuerdo
me hace estremecer, de que he sido yo tu miserable origen y autor? ¡Maldito sea el
día, demonio abominable, en que viste la luz por primera vez! ¡Malditas (aunque sea
yo quien las maldiga) las manos que te formaron! Me has hecho desdichado más allá
de cuanto cabe imaginar. No me has dejado la posibilidad de considerar si soy
contigo justo o no. ¡Vete! Líbrame de la visión de tu presencia detestable.
—Entonces te libro de ella, mi creador —dijo, y me puso sus odiosas manos ante
los ojos, que yo aparté con violencia—; quitaré de tu vista una imagen que aborreces.
Sin embargo, ¿no puedes escucharme y concederme tu compasión? Por las virtudes
que poseí una vez, pido eso de ti. Escucha mi historia; es larga y extraña. Pero la
temperatura de este lugar no conviene a tu constitución delicada; vamos a la cabaña
del monte. El sol aún está alto; antes de que baje a ocultarse tras aquellos precipicios
nevados e ilumine otro mundo, habrás oído lo que tengo que contarte, y podrás
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