Page 112 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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estos accesos salí súbitamente de la casa y encaminé mis pasos hacia los próximos
           valles  alpinos,  tratando  de  olvidarme  de  mí  mismo  y  de  mis  penas  efímeras  y
           humanas en la magnificencia inmutable de esos escenarios. Me dirigí hacia el valle
           de Chamonix. Lo había visitado frecuentemente durante mi niñez. Habían pasado seis

           años  desde  entonces:  ahora,  yo  era  un  despojo…,  pero  nada  había  cambiado  en
           aquellos parajes agrestes y eternos.
               Hice la primera parte de esta excursión a caballo. Después alquile una mula, que
           es  de  pezuña  más  segura  y  menos  propensa  a  los  percances  en  esos  caminos

           accidentados.  El  tiempo  era  bueno;  estábamos  a  mediados  de  agosto,  y  hacía  dos
           meses de la muerte de Justine, fecha desventurada desde la cual cuento todos mis
           males. El peso que me agobiaba el espíritu se alivió sensiblemente al adentrarme aún
           más en el barranco del Arve. Las inmensas montañas y precipicios que se alzaban a

           mi alrededor, la furia del río bramando entre las rocas y el estruendo de las cascadas
           revelaban la fuerza poderosa de la Omnipotencia…, y dejé de temer y de rendirme
           ante cualquier ser inferior a aquel que había creado y gobernaba los elementos, aquí
           desplegados  en  su  aspecto  más  tremendo.  Mientras  ascendía,  el  valle  adquirió  un

           carácter  más  imponente  y  asombroso.  Los  castillos  ruinosos  colgados  sobre
           precipicios  en  las  montañas  cubiertas  de  pinos,  el  Arve  impetuoso,  las  casas
           asomando aquí y allá, entre los árboles, componían un paisaje de singular belleza.
           Pero aún lo realzaban y hacían más sublime los Alpes poderosos, cuyas blancas y

           relucientes  pirámides  y  cúpulas  se  erguían  impresionantes,  como  si  fuesen  otro
           mundo, la morada de otra raza de seres.
               Crucé el puente de Pélissier, donde el barranco que forma el río se abría ante mí,
           y empecé el ascenso a la montaña que lo domina. Poco después entré en el valle de

           Chamonix.  Este  valle  es  más  impresionante  y  sublime,  aunque  no  tan  hermoso  y
           pintoresco  como  el  de  Servox,  por  el  cual  acababa  de  pasar.  Las  altas  y  nevadas
           montañas eran sus límites inmediatos; pero no vi más castillos ruinosos ni campos de

           labor. Inmensos glaciares se acercaban al camino, se oía el ruido atronador de los
           aludes al desprenderse, y se veía el vapor que señalaba su paso. El Mont Blanc, el
           magnífico  y  supremo  Mont  Blanc,  descollaba  entre  las  aiguilles  que  lo  rodeaban,
           dominando el valle su cúpula tremenda.
               Una  hormigueante  sensación  placentera,  hacía  tiempo  olvidada,  me  recorrió  el

           cuerpo  a  menudo  durante  esta  excursión.  Un  recodo  del  camino,  un  accidente
           súbitamente  reconocido,  me  hacía  evocar  tiempos  pasados,  y  se  asociaban  con  la
           alegría de mi adolescencia. El mismo viento susurraba de forma tranquilizadora, y la

           Naturaleza  maternal  me  pedía  que  dejase  de  llorar.  Después,  cesaba  este  influjo
           benefactor…,  me  atenazaba  nuevamente  la  aflicción,  y  me  sumía  en  el  completo
           dolor de mis reflexiones. De modo que espoleaba al animal, tratando de olvidar el
           mundo, mis miedos y, sobre todo, de olvidarme de mí mismo…, o de manera más
           desesperada,  desmontaba  y  me  arrojaba  en  la  hierba,  abrumado  por  el  horror  y  la

           desolación.



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