Page 108 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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señora, y su primo reconocen mi inocencia.
               Así  trataba  la  pobre  víctima  de  consolar  a  los  demás  y  a  sí  misma.  Había
           alcanzado,  en  efecto,  la  resignación  que  deseaba.  Pero  yo,  el  verdadero  homicida,
           sentía  en  mi  pecho  el  gusano  que  nunca  muere,  que  no  me  permitía  ninguna

           esperanza  ni  consuelo.  Elizabeth  lloraba  y  se  sentía  desdichada;  pero  el  suyo  era
           también el dolor de la inocencia, como la nube que cruza ante la blanca luna y la
           oscurece un instante sin manchar su resplandor. La angustia y la desesperación me
           habían llegado a lo más hondo del alma; tenía dentro de mí un infierno que nada era

           capaz de extinguir. Estuvimos varias horas con Justine; y a Elizabeth le costó mucho
           trabajo separarse de ella.
               —¡Quisiera morir contigo! —exclamó—; no puedo vivir en este mundo de dolor.
               Justine  adoptó  una  expresión  de  alegría,  mientras  reprimía  a  duras  penas  sus

           lágrimas amargas. Abrazó a Elizabeth y dijo, con voz medio ahogada por la emoción:
               —Adiós, mi dulce señora, mi querida Elizabeth, mi amada y única amiga; que el
           cielo, con su generosidad, la bendiga y la proteja; ¡que sea esta la última desventura
           que le toque sufrir! Viva y sea feliz, y haga felices a los demás.

               Y, a la mañana siguiente, Justine murió. La conmovedora elocuencia de Elizabeth
           no consiguió que los jueces modificasen el veredicto de culpabilidad que incriminaba
           a  la  santa  víctima.  Mis  vehementes  e  indignadas  apelaciones  chocaron  con  su
           impasibilidad. Y al recibir sus frías respuestas, y oír las duras e insensibles razones de

           estos hombres, mi proyectada confesión murió en mis labios. De haberlo hecho, me
           habrían declarado loco, pero no habría conseguido que revocasen la sentencia dictada
           contra mi desventurada víctima. ¡Pereció en el cadalso como los asesinos!
               De las torturas de mi corazón, me volví a contemplar el mudo y profundo dolor

           de mi Elizabeth. ¡También era yo la causa! Y la aflicción de mi padre, y la desolación
           de aquel hogar en otro tiempo sonriente… ¡Todo era obra de mis manos triplemente
           malditas! ¡Llorad, desventurados, pero no serán estas vuestras últimas lágrimas! ¡Otra

           vez elevaréis los lamentos funerarios y el sonido de vuestros gemidos volverá a oírse
           una  y  otra  vez!  Frankenstein,  vuestro  hijo,  vuestro  pariente,  vuestro  primo  y
           queridísimo  amigo,  que  daría  hasta  la  última  gota  de  sangre  por  vosotros,  que  no
           tiene más pensamiento ni sentimiento de alegría que los que se reflejan en vuestros
           rostros  entrañables,  que  llenaría  el  aire  de  bendiciones  y  consagraría  su  vida  a

           serviros, os pide que lloréis, que derraméis incontables lágrimas; ¡feliz, más allá de
           sus  esperanzas,  si  el  inexorable  destino  se  sacia  de  otro  modo,  y  se  detiene  la
           destrucción antes de que la paz de la tumba suceda a vuestros dolorosos tormentos!

               Así habló mi alma profética cuando, lacerado por los remordimientos, el horror y
           la desesperación, vi a los que amaba derramar en vano su dolor sobre la tumba de
           William y Justine, las primeras víctimas de mis artes impías.










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