Page 104 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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echar de menos al niño, había puesto ella en torno a su cuello, un murmullo de horror
           y de indignación recorrió la sala.
               Se le cedió la palabra a Justine para que hiciese su defensa. En el curso del juicio,
           su  semblante  se  había  ido  alterando.  La  sorpresa,  el  horror  y  el  sufrimiento  se

           reflejaron  en  él  visiblemente.  A  veces,  luchaba  por  contener  las  lágrimas;  pero
           cuando se la requirió para que hiciese su alegato, hizo acopio de fuerzas y habló con
           voz audible aunque alterada.
               —Dios sabe —dijo— cuán enteramente inocente soy. Pero no pretendo que me

           absuelvan  mis  protestas;  apoyo  la  defensa  de  mi  inocencia  en  la  clara  y  simple
           explicación de los hechos que se han presentado contra mí, y espero que la reputación
           que siempre he tenido incline a mis jueces a adoptar una interpretación favorable allí
           donde cualquier circunstancia parezca dudosa o sospechosa.

               Contó  a  continuación  que,  con  el  permiso  de  Elizabeth,  había  pasado  la  tarde
           previa a la noche del homicidio en casa de una tía que tenía en Chène, pueblecito
           situado  como  a  una  milla  de  Ginebra.  A  su  regreso,  hacia  las  nueve,  se  había
           tropezado  con  un  hombre  que  le  preguntó  si  sabía  algo  del  niño  que  se  había

           extraviado.  Esta  noticia  la  alarmó,  y  estuvo  buscándole  varias  horas.  Durante  este
           tiempo cerraron las puertas de Ginebra, y se vio obligada a pasar el resto de la noche
           en el granero de una casa de campo, ya que no deseaba llamar a sus propietarios, a
           quienes conocía muy bien. Pasó la mayor parte de la noche en vela; creía que, hacia

           el amanecer, se había dormido unos minutos; la turbaron unos pasos, y se despertó.
           Estaba amaneciendo, y abandonó el refugio, a fin de seguir buscando a mi hermano.
           Si  se  había  aproximado  al  lugar  donde  fue  encontrado  el  cadáver,  había  sido  sin
           saberlo. No era extraño que se hubiese mostrado perpleja al interrogarla la mujer del

           mercado, ya que había pasado la noche en vela y no sabía qué le había podido ocurrir
           al pobre William. En cuanto al retrato, no podía dar ninguna explicación.
               —Sé  —prosiguió  la  pobre  víctima—  cuán  grave  y  fatalmente  pesa  esa

           circunstancia contra mí, pero no me es posible explicarla; y una vez declarada mi
           total ignorancia, solo me queda hacer conjeturas sobre cómo pudieron metérmelo en
           el bolsillo. Pero aquí me siento desconcertada también. Creo que no tengo ningún
           enemigo  en  este  mundo,  y  seguramente  nadie  es  tan  malvado  como  para  querer
           perderme de forma tan inhumana. ¿Me lo puso acaso el asesino? No sé cómo habrá

           tenido ocasión de hacerlo; y si la tuvo, ¿por qué robó la joya y se desprendió de ella
           tan pronto?
               »Confío mi causa a la justicia de mis jueces, aunque no tengo ninguna esperanza.

           Solicito que se interrogue a algunos testigos sobre mi carácter; y si su testimonio no
           prevalece sobre mi supuesta culpa, tendré que ser condenada, aunque fío mi salvación
           a mi inocencia.
               Fueron  llamados  varios  testigos  que  la  conocían  desde  hacía  muchos  años,  y
           hablaron bien de ella; pero el temor y el odio hacia el crimen del cual se la suponía

           culpable  les  volvió  timoratos  y  renuentes  en  sus  respuestas.  Elizabeth  comprendió



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