Page 100 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Debajo  de  este  cuadro  había  una  miniatura  de  William  y,  al  verle,  los  ojos  se  me
           anegaron de lágrimas. Mientras estaba así absorto entró Ernest; me había oído llegar
           y acudía corriendo a saludarme. Manifestó una contristada alegría al verme:
               —Bienvenido, queridísimo Victor —dijo—. ¡Ah, ojalá hubieses llegado hace tres

           meses!; entonces nos habrías encontrado a todos contentos y felices. Ahora vienes a
           compartir un dolor que nada puede consolar; sin embargo, espero que tu presencia
           alivie a nuestro padre, que parece hundirse bajo el peso de la desgracia, y que tus
           palabras  convenzan  a  la  pobre  Elizabeth  de  que  deje  de  acusarse  a  sí  misma

           inútilmente. ¡Pobre William! ¡Era nuestra alegría y nuestro orgullo!
               Las lágrimas caían incontenibles de los ojos de mi hermano; un sentimiento de
           mortal agonía se apoderó de todo mi ser. Hasta entonces, solo había imaginado la
           desdicha de mi hogar desconsolado; ahora, la realidad se me ofrecía como un nuevo y

           no  menos  terrible  desastre.  Trate  de  calmar  a  Ernest;  le  pregunté  con  más  detalle
           sobre mi padre y mi prima.
               —Ella más que nadie —dijo Ernest— necesita consuelo; se acusa de ser la causa
           de la muerte de nuestro hermano, y eso la hace sentirse desdichada. Pero desde que

           ha descubierto a quien lo hizo…
               —¡Han descubierto al asesino! ¡Dios mío! ¿Es posible? ¿Quién ha podido tratar
           de  perseguirle?  Es  imposible;  sería  como  alcanzar  al  viento  o  contener  un  río  de
           montaña con paja. Yo le he visto también; ¡andaba libre anoche!

               —No sé a qué te refieres —replicó mi hermano con expresión de asombro—; a
           nosotros,  el  descubrimiento  ha  colmado  nuestro  dolor.  Nadie  podía  creerlo  al
           principio; aún hoy sigue Elizabeth sin estar convencida, a pesar de todas las pruebas.
           Desde luego, ¿quién iba a decir que Justine Moritz, tan dulce y afectuosa con toda la

           familia, fuese capaz de cometer un crimen tan espantoso y horrible?
               —¡Justine Moritz! Pobre, pobre muchacha, ¿es ella la acusada? Pero eso es un
           error; todo el mundo lo sabe; nadie lo puede creer, ¿no es cierto, Ernest?

               —Nadie lo creyó al principio, pero han salido a la luz diversas circunstancias que
           nos han obligado casi a aceptarlo; su propia conducta resulta tan confusa, y añade tal
           peso a la evidencia de los hechos que me temo que no deja la menor esperanza de
           duda. Pero la van a juzgar hoy… entonces lo oirás todo.
               Me  contó  que  la  mañana  en  que  se  descubrió  el  asesinato  del  pobre  William,

           Justine cayó enferma, teniendo que guardar cama varios días. Durante este tiempo,
           una de las criadas, al examinar casualmente la ropa que ella llevaba puesta la noche
           del crimen, descubrió en su bolsillo el retrato de mi madre, considerado el móvil del

           homicidio. La criada se lo enseñó enseguida a sus compañeras, las cuales, sin decir
           una sola palabra a nadie de la familia, fueron al magistrado; y tras las declaraciones
           de  estas,  Justine  fue  detenida.  Al  oír  que  se  la  acusaba  del  crimen,  la  extrema
           confusión de la pobre muchacha vino a confirmar en gran medida las sospechas.
               Esta era una historia muy extraña, pero no hizo vacilar mi convicción, y repliqué

           con vehemencia:



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