Page 96 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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de la víctima, juntó las manos y exclamó: «¡Oh, Dios! ¡He matado a mi querido
niño!».
Se desmayó, y nos costó muchísimo hacerla volver en sí. Cuando se recobró, no
fue sino para llorar y suspirar. Me contó que esa misma tarde William le había pedido
insistentemente que le dejara ponerse una miniatura muy valiosa que ella tenía de tu
madre. Dicho retrato había desaparecido, y sin duda fue la tentación que había
impulsado al asesino a cometer el crimen. Por ahora no tenemos ningún rastro,
aunque nuestros esfuerzos por encontrarle son incansables; ¡pero eso no me
devolverá a mi querido William!
Ven, queridísimo Victor; solo tú puedes consolar a Elizabeth. No para de llorar y
de acusarse injustamente de ser la causa de su muerte; sus palabras me parten el
corazón. Somos todos muy desdichados; pero ¿no es ese un motivo más, hijo mío,
para que vengas a consolarnos? ¿Y tu querida madre? ¡Ay, Victor! ¡Ahora doy gracias
a Dios de que no haya vivido para presenciar la muerte cruel y miserable de su hijito
más pequeño!
Ven, Victor; no alimentes pensamientos de venganza contra el asesino, sino de
paz y de amor, para que, en vez de enconar las heridas de nuestro espíritu, las hagan
cicatrizar. Entra en la casa del dolor, amigo mío, pero con amabilidad y afecto hacia
los que te aman, y no con odio a tus enemigos.
Tu afectuoso y afligido padre,
Alphonse Frankenstein
Ginebra, 12 de mayo, 17…
Clerval, que había estado observando mi semblante mientras yo leía esta carta, se
quedó sorprendido al ver cómo la alegría de recibir noticias de mi familia se
transformaba en desesperación. Arrojé la carta sobre la mesa y me cubrí el rostro con
las manos.
—Mi querido Frankenstein —exclamó Henry, viéndome llorar amargamente—,
¿es que siempre vas a ser desgraciado? Mi querido amigo, ¿qué ha sucedido?
Le hice el gesto de que cogiese la carta, mientras yo paseaba de un extremo a otro
del aposento, presa de la más extrema agitación… Las lágrimas fluyeron también de
los ojos de Clerval al leer el relato de mi desventura.
—No puedo ofrecerte ningún consuelo, amigo mío —dijo—; tu desgracia es
irreparable. ¿Qué piensas hacer?
—Irme inmediatamente a Ginebra; acompáñame, Henry, a pedir los caballos.
Durante el trayecto, Clerval trató de decirme unas palabras de consuelo; solo fue
capaz de expresar su profunda simpatía.
—¡Pobre William! —dijo—. ¡Pobre criatura encantadora, ahora duerme junto a
su angelical madre! ¡Que tenga que llorar su muerte prematura quien le ha visto
radiante y lleno de gracia y juventud! ¡Morir de forma tan desventurada; sentir la
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