Page 92 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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alabó, con amabilidad y calor, los asombrosos progresos que yo había hecho en las
           ciencias. No tardó en observar que el tema me desagradaba; pero no adivinando el
           verdadero motivo, atribuyó estos sentimientos a mi modestia, y pasó a hablar de la
           ciencia misma con la intención, según vi con toda claridad, de tirarme de la lengua.

           ¿Qué podía hacer yo? Trataba de agradarme, y me estaba atormentando. Para mí era
           como  si  hubiera  colocado  cuidadosamente  ante  mi  vista,  uno  a  uno,  aquellos
           instrumentos que más tarde iban a infligirme una muerte lenta y cruel. Yo me retorcía
           bajo  sus  palabras,  aunque  sin  atreverme  a  manifestar  el  dolor  que  sentía.  Clerval,

           cuyos ojos y sentimientos eran agudos y penetrantes para descubrir las emociones de
           los  demás,  cambió  de  tema,  alegando  como  excusa  su  total  ignorancia;  y  la
           conversación tomó un derrotero más general. Di las gracias a mi amigo en lo más
           hondo de mi corazón, pero no dije nada. Me daba cuenta claramente de que él estaba

           sorprendido; pero no trató de arrancarme el secreto; y aunque yo le quería con una
           mezcla de afecto y respeto ilimitados, sin embargo jamás me decidí a confiarle aquel
           acontecimiento  que  tan  a  menudo  estaba  presente  en  mi  memoria,  pero  cuya
           descripción no habría hecho sino grabármelo de manera más indeleble.

               M.  Krempe  no  fue  tan  considerado;  y  en  mi  estado  de  casi  insoportable
           sensibilidad, sus rudos y francos elogios me produjeron más dolor que la benévola
           aprobación de M. Waldman.
               —¡Demonio de muchacho! —exclamó—. Escuche, M. Clerval, le aseguro que

           nos  ha  superado  a  todos.  Sí,  puede  quedarse  mirando  si  quiere;  pero  así  es.  El
           jovencito que hace unos años creía en Cornelio Agrippa como si fuese el evangelio se
           ha puesto ahora a la cabeza de la universidad; y como no se vaya pronto, acabará por
           desbancarnos a todos. Sí, sí —prosiguió, al observar mi expresión de sufrimiento—;

           M. Frankenstein es modesto, cualidad excelente en un joven. Los jóvenes deberían
           ser más cautos, M. Clerval; yo mismo era así de joven, pero es algo que se pierde en
           muy poco tiempo.

               M.  Krempe  había  empezado  ahora  el  panegírico  de  sí  mismo,  lo  que
           afortunadamente desvió la conversación del tema que tanto me molestaba.
               Clerval  nunca  había  simpatizado  con  mis  gustos  por  la  ciencia  natural,  y  sus
           estudios literarios diferían por completo de los que me habían interesado a mí. Él
           venía a la universidad con el propósito de hacerse un maestro consumado en lenguas

           orientales, donde se le abría amplio campo para el plan de vida que se había trazado.
           Decidió  no  abrazar  una  carrera  vulgar;  volvió  los  ojos  hacia  Oriente  en  busca  de
           horizontes  para  su  espíritu  de  empresa.  Las  lenguas  persa,  árabe  y  sánscrita

           acapararon su atención, y no tardó en convencerme de que acometiese los mismos
           estudios.  La  ociosidad  había  sido  siempre  fastidiosa  para  mí,  y  ahora  que  quería
           evitar  el  pensar,  y  odiaba  mis  anteriores  estudios,  experimente  un  gran  alivio  al
           convertirme en compañero de clase de mi amigo, encontrando no solo instrucción,
           sino consuelo en las obras de los autores orientales. No intentaba, como él, alcanzar

           un  conocimiento  profundo  de  sus  lenguas,  ya  que  no  me  proponía  utilizarlos  sino



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