Page 87 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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creer que yo tuviera tan buena fortuna; pero cuando comprobé que mi enemigo había
           huido efectivamente, palmoteé de alegría y bajé corriendo a buscar a Clerval.
               Subimos a mi habitación, y poco después el criado nos trajo el desayuno; pero yo
           no  podía  contenerme.  No  era  solo  la  alegría  que  me  dominaba;  sentía  que  me

           hormigueaba la carne por el exceso de sensibilidad, y que el pulso me galopaba. No
           era capaz de permanecer un solo instante en el mismo sitio; saltaba de una silla a otra,
           palmoteaba  y  reía  desaforadamente.  Clerval  al  principio  atribuyó  mi  insólito
           comportamiento  a  la  alegría  de  su  llegada;  pero  cuando  me  observó  más

           detenidamente,  descubrió  una  expresión  frenética  en  mis  ojos  que  no  alcanzaba  a
           explicarse,  y  mis  carcajadas  estrepitosas  e  inhumanas  le  llenaron  de  extrañeza  y
           asombro.
               —Mi querido Victor —exclamó—, ¿qué es lo que te pasa, en nombre de Dios?

           No te rías de esa manera. ¡Qué mal estás! ¿Cuál es la causa de todo esto?
               —No  me  preguntes  —exclamé  yo,  llevándome  las  manos  a  los  ojos,  pues  me
           pareció que el espantoso espectro entraba furtivamente en la habitación—; él te lo
           puede decir. ¡Oh, sálvame! ¡Sálvame! —imaginé que el monstruo me agarraba; me

           debatí furiosamente y caí al suelo presa de un ataque.
               ¡Pobre Clerval! ¿Cuáles debieron ser sus sentimientos? El encuentro que él había
           imaginado tan gozoso se había convertido extrañamente en amargura. Pero no fui yo
           testigo de su aflicción, ya que caí inconsciente, y no recobré el sentido hasta mucho

           mucho después.
               Este fue el comienzo de una fiebre que me tuvo confinado varios meses. En todo
           ese tiempo, Henry fue el único que me cuidó. Después me enteré de que, sabiendo la
           avanzada edad de mi padre y lo poco conveniente que sería para él emprender un

           largo viaje, y lo que iba a entristecer a Elizabeth la noticia de mi enfermedad, les
           ahorró  este  pesar  ocultándoles  la  gravedad  de  mi  estado.  Sabía  que  nadie  podía
           cuidarme con más amabilidad y atención que él mismo; y, firme en su esperanza de

           que me recuperaría, no dudó que, lejos de perjudicarme, era la más generosa medida
           que podía adoptar respecto a ellos.
               Pero  en  realidad,  yo  estaba  muy  mal,  y  nada  sino  las  ilimitadas  e  incansables
           atenciones de mi amigo pudieron salvarme. La figura del monstruo al que había dado
           vida se encontraba siempre ante mis ojos, y estaba perpetuamente presente en mis

           delirios. Sin duda, mis palabras llenaron de asombro a Henry; al principio creyó que
           eran desvaríos de mi perturbada imaginación; pero la insistencia con que volvía yo
           sobre el mismo tema le convenció de que mi trastorno tenía efectivamente su origen

           en un suceso inusitado y terrible.
               Muy poco a poco, y con frecuentes recaídas que alarmaban y afligían a mi amigo,
           me  fui  recuperando.  Recuerdo  que,  la  primera  vez  que  fui  capaz  de  observar  con
           placer los objetos de mi alrededor, vi que las hojas caídas habían desaparecido y que
           se estaban abriendo las jóvenes yemas de los árboles que daban sombra a mi ventana.

           Fue una primavera divina, y la estación contribuyó muchísimo a mi convalecencia. A



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