Page 83 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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falta; pero ahora estoy convencido de que tenía razón al imaginar que yo no estaba
           completamente exento de culpa. Un ser humano perfecto debe conservar siempre una
           mente tranquila y serena, y no permitir jamás que la pasión, o un deseo transitorio,
           turben su tranquilidad. No creo que la persecución del saber sea una excepción a esta

           regla.  Si  el  estudio  al  que  nos  dedicamos  tiende  a  debilitar  nuestros  afectos  y  a
           destruir nuestro gusto por los placeres sencillos en los que no puede haber mezcla
           ninguna,  entonces  ese  estudio  es  indefectiblemente  malo  y  en  modo  alguno
           conveniente  para  la  mente  humana.  Si  se  observase  siempre  esta  regla,  si  ningún

           hombre  consintiera  que  interfiriesen  sus  afanes  en  la  tranquilidad  de  sus  afectos
           domésticos, Grecia no habría sido esclavizada, César habría perdonado a este país,
           América habría sido descubierta más gradualmente, y los imperios de México y Perú
           no habrían sido destruidos.

               Pero estoy moralizando en la parte más interesante del relato, y su expresión me
           recuerda que debo proseguir.
               Mi padre no me hacía ningún reproche en sus cartas, y solo aludía a mi silencio
           preguntándome  más  detalladamente  que  antes  acerca  de  mis  ocupaciones.  Pasé  el

           invierno, la primavera y el verano inmerso en mi trabajo; y no me di cuenta de la
           aparición de los brotes y de las hojas —espectáculos que antes me habían producido
           un supremo deleite—; tan profundamente absorto me hallaba en mi trabajo. Las hojas
           se marchitaron ese año antes de que mi obra se hubiese aproximado a su fin, y cada

           día  veía  más  claramente  el  éxito  de  mis  progresos.  Pero  la  ansiedad  sofocaba  mi
           entusiasmo, y yo parecía más bien un esclavo condenado al trabajo de las minas, o a
           cualquier  empresa  malsana,  que  un  artista  absorto  en  su  quehacer  favorito.  Cada
           noche me sentía oprimido por una fiebre ligera, y sentía crecer mi nerviosismo hasta

           un grado doloroso; me sobresaltaba la caída de una hoja, y evitaba a mis semejantes
           como si fuese culpable de algún crimen. A veces, me alarmaba el ver en qué ruina me
           había  convertido;  solo  la  energía  de  mi  propósito  me  sostenía:  mis  trabajos

           terminarían  pronto;  creía  que  el  ejercicio  y  la  diversión  disiparían  mi  incipiente
           enfermedad; y me prometí a mí mismo cumplir ambas cosas una vez concluida la
           obra.




























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