Page 82 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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podría renovar la vida allí donde la muerte había sometido el cuerpo aparentemente a
la corrupción.
Estos pensamientos sostenían mi ánimo, mientras proseguía la empresa con
infatigable ardor. Mis mejillas habían palidecido con el estudio, y mi persona había
enflaquecido con la reclusión. A veces, al borde mismo de la certidumbre, fracasaba;
sin embargo, seguía aferrado a la esperanza de que el día o la hora siguiente lo
conseguiría. El secreto que solo yo poseía constituía la única esperanza a la que me
había consagrado; y la luna contemplaba mis afanes nocturnos, mientras, con
incansable y viva ansiedad, perseguía a la naturaleza hasta los lugares más
recónditos. ¿Quién puede imaginar los horrores de mi trabajo secreto, mientras
andaba entre las humedades impías de las tumbas o torturaba a los animales vivos
con el fin de dar vida al barro inanimado? Hoy me tiemblan las piernas y se me
anegan los ojos ante el recuerdo; pero entonces me empujaba un deseo irresistible y
casi frenético; parecía haber perdido por completo el alma y la sensibilidad, salvo
para ese objetivo. Fue tan solo un trance pasajero, que no hizo sino despertar
intensamente mi conciencia tan pronto como dejó de actuar aquel estímulo antinatural
y volví a mis antiguos hábitos. Recogí huesos de los osarios y turbé con dedos
profanadores los tremendos secretos del cuerpo humano. En una cámara solitaria —
una celda más bien— de lo alto de la casa, apartada de las demás, y separada por una
galería y una escalera, tenía mi taller de inmunda creación: los ojos se me salían de
las órbitas, atentos a los detalles de mi trabajo. La sala de disección y el matadero me
proporcionaron muchos de mis materiales; y con frecuencia, mi naturaleza
abominaba la empresa mientras, impulsado por una ansiedad perpetuamente en
aumento, mi trabajo se acercaba a su fin.
Pasé los meses del verano consagrado en alma y en vida a este único objetivo. Era
la época más hermosa del año; nunca habían dado los campos cosecha más abundante
ni los viñedos vendimia más generosa: pero mis ojos fueron insensibles a los
encantos de la naturaleza. Y los mismos sentimientos que me hacían desdeñar los
escenarios de mi alrededor hacían que olvidase también los amigos que tenía lejos, a
quienes no había visto desde hacía tanto tiempo. Sabía que mi silencio les llenaba de
inquietud y recordaba muy bien las palabras de mi padre: «Sé que mientras te sientas
contento contigo mismo pensarás en nosotros con afecto, y sabremos de ti con
regularidad. Debes perdonarme si considero cualquier interrupción de tu
correspondencia como prueba de que el resto de tus obligaciones han sido igualmente
descuidadas».
Sabía muy bien, por tanto, cuáles eran los sentimientos de mi padre; pero no
podía apartar los pensamientos de este trabajo, en sí mismo tan repugnante, pero que
se había apoderado de forma irresistible de mi imaginación. Deseaba, por así decir,
aplazar todo lo relacionado con mis sentimientos de afecto hasta haber alcanzado el
gran objetivo que absorbía todos los hábitos de mi naturaleza.
Entonces pensaba que mi padre sería injusto si atribuía mi silencio a algún vicio o
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