Page 86 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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la portezuela, apareció Henry Clerval, quien, al verme, saltó inmediatamente hacia
           mí.
               —¡Mi  querido  Frankenstein  —exclamó—,  qué  alegría  verte!  ¡Qué  suerte  que
           estuvieras aquí en el mismo instante de mi llegada!

               Nada puede igualar a la alegría que sentí al ver a Clerval; su presencia volvió a
           traerme el recuerdo de mi padre, de Elizabeth y de todos los paisajes de mi querida
           patria. Estreché su mano con fuerza, y un instante después había olvidado mi horror y
           mi desventura; sentí de pronto, y por primera vez en muchos meses, una tranquila y

           serena  alegría.  Di  a  mi  amigo  la  más  efusiva  bienvenida,  y  nos  dirigimos  a  la
           residencia. Clerval siguió hablando durante un rato de nuestros amigos comunes y de
           su suerte al haber conseguido permiso para venir a Ingoldstadt.
               —Puedes figurarte —dijo— lo difícil que me ha sido convencer a mi padre de

           que todo el saber necesario está comprendido en el noble arte de la contabilidad; y en
           efecto, creo que sigue tan escéptico como antes, pues su respuesta invariable a mi
           incansable  insistencia  era  la  misma  que  la  del  maestro  holandés  de  El  vicario  de
           Wakefield:  «Gano  diez  mil  florines  al  año  sin  necesidad  del  griego,  y  como  en

           abundancia sin necesidad del griego». Pero el afecto que siente por mí se ha impuesto
           al fin sobre sus pocos deseos de aprender, y me ha dado permiso para que haga este
           viaje de exploración al país de la sabiduría.
               —Me produce una inmensa alegría el verte; pero cuéntame cómo has dejado a mi

           padre, a mis hermanos y a Elizabeth.
               —Muy bien, y muy felices; solo un poco preocupados por saber tan poco de ti. A
           propósito, tengo que regañarte en nombre de ellos. Pero, mi querido Frankenstein —
           prosiguió, parándose de pronto a mirarme de lleno a la cara—, no me había dado

           cuenta  del  mal  aspecto  que  tienes;  estás  muy  delgado  y  pálido;  parece  como  si
           llevaras varios días sin dormir.
               —Has acertado; últimamente he estado tan profundamente absorto en un trabajo

           que no me he permitido el descanso suficiente, como ves; pero espero, sinceramente
           espero,  que  todas  estas  ocupaciones  hayan  terminado,  y  que  por  fin  me  encuentre
           libre.
               Yo temblaba visiblemente; no podía pensar en los sucesos de la noche anterior, y
           mucho menos hablar de ellos. Caminé con paso vivo, y no tardamos en llegar a la

           residencia  de  la  universidad.  Entonces  se  me  ocurrió  —y  el  pensamiento  me  hizo
           estremecer— que la criatura a la que había dejado en mi aposento podía estar aún allí,
           viva y coleando. Tenía miedo de encontrarme con aquel monstruo, pero aún temía

           mucho más que lo viese Henry. Así que, tras rogarle que esperase unos minutos al pie
           de la escalera, subí corriendo a mi habitación. Antes de recobrarme, tenía ya la mano
           en el pomo de la puerta. Me detuve entonces, y un frío estremecimiento me sacudió.
           Abrí  la  puerta  violentamente,  como  suelen  hacer  los  niños  cuando  esperan  ver  un
           espectro aguardándoles al otro lado; pero nada apareció. Entré temeroso: el aposento

           estaba vacío, y mi dormitorio se encontraba libre del horrendo huésped. Apenas podía



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